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Jara v/s Kast: entre el desarrollo sostenible con garantías y el crecimiento sin resguardo ambiental Opinión

Jara v/s Kast: entre el desarrollo sostenible con garantías y el crecimiento sin resguardo ambiental

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Iván Franchi Arzola
Por : Iván Franchi Arzola Profesor Asistente Escuela de Ciencias Ambientales y Sustentabilidad Centro de Investigación para la Sustentabilidad (CIS) Facultad de Ciencias de la Vida Universidad Andrés Bello
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La disyuntiva electoral no es entre crecimiento y medio ambiente: es entre desarrollo con garantías o crecimiento sin resguardo, cuyos costos terminarán pagándose en los mismos territorios donde la institucionalidad ya llega tarde.


Chile llega a una segunda vuelta presidencial en medio de una disputa que no es meramente programática, sino estructural: qué tipo de desarrollo estamos dispuestos a sostener en un país que ya enfrenta estrés hídrico, pérdida acelerada de biodiversidad, zonas de sacrificio y una trayectoria de inversión pública y privada que, al mismo tiempo que sostiene parte del crecimiento, reproduce impactos ambientales que deterioran la calidad de vida y la capacidad productiva de los territorios. No se trata de un debate identitario, sino de uno material, medible y con implicancias fiscales.

En este contexto, es pertinente examinar los programas presidenciales con metodologías que permitan comparar su orientación estratégica. Una referencia útil es la Taxonomía de la Sostenibilidad propuesta por Thomas Parris y Robert Kates, aplicada en investigaciones revisadas por pares sobre planificación regional en Chile. Esta metodología clasifica cada propuesta —cada unidad estratégica— según si busca desarrollar (crecimiento económico, infraestructura, productividad, bienestar social, institucionalidad) o sustentar (protección de la naturaleza, preservación del soporte vital, cohesión comunitaria y territorial). El equilibrio entre ambas dimensiones permite identificar si un proyecto político integra la sostenibilidad o la subordina.

Aplicada a las 383 medidas del programa de Jeannette Jara, el resultado es consistente: existe un peso importante de definiciones estratégicas orientadas al desarrollo económico y social, acompañado de una presencia transversal de medidas que refuerzan el componente ambiental y la gobernanza. La transición energética se estructura con metas verificables (6 GW de almacenamiento al 2028, 20% al 2030), la descarbonización se integra a la estrategia productiva, la evaluación ambiental se moderniza reforzando participación y evidencia, y la infraestructura logística incorpora compensaciones territoriales y exigencias ambientales explícitas. Minería, hidrógeno verde e inversiones estratégicas se articulan bajo reglas que reconocen límites ecológicos y la distribución territorial de beneficios. Desde la perspectiva metodológica, este programa se ubica en una zona equilibrada —o levemente favorable a la sostenibilidad— donde el desarrollo económico no se concibe al margen del clima, el agua o la biodiversidad, sino condicionado por ellos.

El análisis del programa de José Antonio Kast, en cambio, muestra un perfil taxonómico inverso. Sus definiciones estratégicas se concentran en crecimiento económico acelerado, desregulación administrativa, reducción del papel del Estado y flexibilización de instrumentos ambientales. La naturaleza aparece principalmente como insumo productivo; el soporte vital, como una variable secundaria; y la gobernanza ambiental, como una traba a eliminar. La ya difundida propuesta de “decirle chao a las guías ambientales” —que incluyen criterios de cambio climático para inversión pública— no es anecdótica: representa una decisión programática de debilitar los marcos que permiten al Estado gestionar riesgos ambientales y climáticos. La ausencia de metas climáticas, la exclusión de las NDC, la falta de hojas de ruta de descarbonización y la marginalización de comunidades afectadas por impactos ambientales son consistentes con un sesgo fuertemente desarrollista, asociado en la literatura a mayor conflictividad socioambiental y menor previsibilidad regulatoria.

Las consecuencias no son solo ambientales: son fiscales, institucionales y productivas. Sin resguardo del soporte vital —agua, suelos, biodiversidad— la capacidad del país para sostener inversión se debilita, aumenta la conflictividad, se encarecen los proyectos y se profundizan las brechas territoriales. Relajar controles ambientales no acelera el desarrollo: lo vuelve más inestable y socialmente costoso.

Desde una perspectiva estrictamente técnica, el riesgo de este enfoque es claro. Un programa que concentra casi todas sus unidades estratégicas en “desarrollar” sin mecanismos equivalentes para “sustentar” reproduce la trayectoria que ha llevado a Chile a enfrentar crisis simultáneas de agua, ecosistemas y gobernanza ambiental. En un país que ya opera bajo condiciones de estrés hídrico permanente —y donde los territorios periféricos soportan costos ambientales sin beneficios proporcionales— avanzar hacia un proyecto que conciba la sostenibilidad como obstáculo es, simplemente, inviable.

Las elecciones definen prioridades. Y en un país donde la evidencia ambiental y económica converge cada vez con mayor fuerza, optar por un programa que equilibra desarrollo y sostenibilidad no es una decisión ideológica, sino una decisión racional frente a riesgos ya observables. La disyuntiva electoral no es entre crecimiento y medio ambiente: es entre desarrollo con garantías o crecimiento sin resguardo, cuyos costos terminarán pagándose en los mismos territorios donde la institucionalidad ya llega tarde.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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