Opinión
Seguridad en tiempos de Kast
En este contexto, el uso del miedo como principal recurso legitimador no sólo empobrece la deliberación democrática, sino que anticipa un fracaso de política pública.
El triunfo de José Antonio Kast abre un nuevo ciclo en la política de seguridad en Chile, aunque no uno desconocido. Más que una ruptura, lo que se consolida es la radicalización de una tendencia presente desde hace dos décadas: el predominio de un enfoque reactivo y punitivo, guiado más por la percepción de inseguridad que por evaluaciones empíricas de efectividad. La experiencia acumulada permite anticipar que esta profundización no resolverá el problema que dice enfrentar.
El programa de Kast se sostiene en un diagnóstico de “emergencia de seguridad”, atribuida a una supuesta renuncia del Estado a ejercer autoridad. Este encuadre no es neutro: al presentar la delincuencia como un fenómeno excepcional y desbordado, se legitima el uso de medidas extraordinarias, de alto impacto simbólico, pero con baja viabilidad institucional, económica y democrática. La seguridad deja de ser una política pública de largo plazo y pasa a operar como una urgencia permanente, un diseño que ya ha demostrado ser ineficaz y contraproducente.
La normalización de la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interna constituye uno de los ejes más problemáticos. El programa las posiciona como actores centrales en la recuperación territorial y el control del orden público, diluyendo la frontera entre defensa y seguridad pública. Esta estrategia no solo contradice la evidencia comparada, sino que ignora que las FF.AA. no están entrenadas para funciones policiales ni sometidas a los mismos estándares de control civil. El resultado previsible no es mayor seguridad, sino mayores riesgos para los derechos humanos y un debilitamiento de la democracia.
El diseño programático es, además, profundamente desequilibrado. El énfasis está puesto en el endurecimiento penal, la expansión carcelaria, el control migratorio y el fortalecimiento coercitivo del Estado, mientras la prevención social y la reinserción quedan relegadas. Esta asimetría no es sólo ideológica, sino estratégicamente fallida: la evidencia muestra que las políticas centradas casi exclusivamente en el castigo son costosas, poco sostenibles y de impacto limitado cuando no abordan las trayectorias delictivas ni las economías criminales que sostienen la criminalidad organizada.
El análisis de viabilidad refuerza este diagnóstico negativo. Propuestas como el cierre fronterizo total o la construcción masiva de cárceles enfrentan obstáculos jurídicos, diplomáticos y presupuestarios insalvables, mientras otras, como el seguimiento financiero del crimen organizado, entran en tensión con el historial político de su propio sector. La seguridad aparece así como una promesa electoralmente rentable, pero operacionalmente inviable.
En este contexto, el uso del miedo como principal recurso legitimador no sólo empobrece la deliberación democrática, sino que anticipa un fracaso de política pública. Gobernar la seguridad desde la urgencia y el temor no mejorará objetivamente el panorama: profundizará sus fallas estructurales, consolidando un modelo autoritario, reactivo y de baja sostenibilidad cuyos costos institucionales serán difíciles de revertir.
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