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Tierra arrasada, memoria corta: una respuesta a Fernando Atria Opinión AgenciaUno

Tierra arrasada, memoria corta: una respuesta a Fernando Atria

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Rodrigo Pérez de Arce
Por : Rodrigo Pérez de Arce Investigador de Faro UDD.
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La tolerancia de la izquierda con la violencia de octubre de 2019 —al lector interesado le servirá revisar las declaraciones y tuits de Gabriel Boric, Giorgio Jackson o del PC en la época— es, sin duda, uno de los factores que erosionaron la posibilidad misma de una conversación pública.


El profesor Fernando Atria abre un debate importante para nuestra democracia con su columna “Una campaña política de tierra arrasada”. Por cierto, sus alcances se extienden más allá de la elección presidencial chilena. Plantea su tesis así: la finalidad de las palabras es comunicar y no manipular. Lo que asegura que las palabras no sean mera palabrería carente de contenido es la discusión pública, pues ella obliga a que los agentes racionalicen sus conductas. Si alguien —una candidata, un experto, un militante— participa de la discusión, se ve sometido también al escrutinio común, el cual revelará si sus palabras comunican o simplemente manipulan.

Según Atria, este mecanismo racionalizador se ha erosionado sistemáticamente en Chile desde la campaña del Rechazo de 2022. Buena parte de la culpa sería del capitalismo, que transformaría la política en marketing y ocultamiento, proceso agravado por las redes sociales, donde el poder económico opera sin regulación alguna. Para cerrar el argumento, el profesor sostiene que “la campaña del rechazo de 2022 y la presidencial (…) buscan una ventaja inmediata, al precio de destruir el territorio propio”. Hasta ahí su exposición.

¿Es razonable la posición que sostiene? Hay al menos una dimensión en que el estado de nuestra discusión pública resulta preocupante. Incluso desde antes del estallido social, ya se veía cómo se tensaban las costuras de la red que hace posible esa discusión. La manera en que han operado los últimos dos congresos —particularmente la Cámara de Diputados— muestra que, más que proyectos de ley, la moneda común son las acusaciones constitucionales: el intento de izquierdas y derechas por sacar del tablero al adversario. Todo esto es preocupante, y pareciera que no encontraremos la paz política en lo inmediato.

El asunto se complejiza al momento de buscar a los responsables. Junto con el capitalismo, el profesor Atria atribuye la culpa a las campañas del Rechazo y de José Antonio Kast. Y aquí no cabe sino discrepar. Para hacerlo, no se requiere ser adherente de Kast o de su partido —no es mi situación, por cierto, y el lector interesado puede revisar lo que he publicado al respecto—. No evaluaremos aquí si las promesas de Kast son o no realizables, el propio presidente electo tendrá que dar razón de sus promesas. Lo que importa es cuestionar el diagnóstico de Atria respecto a quiénes han roto nuestra discusión.

Culpar a esas dos campañas de arrasar el espacio político y las condiciones de posibilidad de la democracia es, en la versión caritativa, cherry picking: la selección de casos a conveniencia del observador. En su versión más seria, es una comprensión gravemente errada de la realidad social, de los procesos políticos recientes, de las responsabilidades que caen en otros actores. En el caso del profesor Atria, la omisión es doblemente llamativa dada su propia trayectoria: ya como académico o como convencional constituyente —basta citar su discurso en que aboga por la libertad de los “presos de la revuelta”—.

La izquierda chilena nunca tuvo en su historia más poder que el que tuvo en la Convención y, en vez de reconocer la inmensidad de la tarea que cargaba sobre sus hombros, lo empleó para proponer al país un texto refundacional, divisivo, con tendencia al autoritarismo, sobrecargado de derechos. Sugiero volver a mirar ese texto y los excesos que se cometieron en su elaboración: los convencionales hicieron mucho más que cualquier campaña por horadar la credibilidad de la política y la deliberación honesta. La evidencia muestra que las mentiras no jugaron un rol tan central como el que Atria convenientemente destaca (recomiendo esta columna de los profesores Matías Bargsted y Andrés González).

Pero no se trata solo de un problema de Fernando Atria. La tolerancia de la izquierda con la violencia de octubre de 2019 —al lector interesado le servirá revisar las declaraciones y tuits de Gabriel Boric, Giorgio Jackson o del Partido Comunista en la época— es, sin duda, uno de los factores que erosionaron la posibilidad misma de una conversación pública sana. Lo fueron también la exageración permanente de quienes quisieron transformar a Piñera en Pinochet, el uso recurrente del “fascismo” para describir a los adversarios, así como las mentiras (como el infame caso del centro de torturas en la estación Baquedano). Esa deslealtad con las instituciones es difícil de olvidar y será la prueba de fuego para las izquierdas una vez que pasen a ser oposición (lo que probablemente suceda este domingo). No sabemos si ha cambiado en algo su posición respecto del orden, ni si la idea de que Chile sea la tumba del neoliberalismo sigue vigente como leitmotiv, ni qué formas de disputa considerarán válidas contra un eventual gobierno de derecha.

En último término, culpar a las campañas y manipulaciones ajenas —si es que existieron— es una manera conveniente de esconder los fracasos propios. ¿Por qué los proyectos de la Convención y de Gabriel Boric terminaron en derrotas? ¿No hay, acaso, errores graves en la actuación de nuestras izquierdas en los momentos en que la república estuvo a punto de caer? ¿No es la apelación a la negatividad, al poder económico y a los defectos del adversario una excusa conveniente? ¿No hay nada que decir sobre cómo la izquierda moralizó el disenso propio de las democracias, negando legitimidad a quien no se sumaba a su bando?

Las derechas ciertamente tienen responsabilidad en el asunto. Algunas facciones de ella piensan decididamente en aplastar al adversario; no buscan cuidar el mundo común. Pero mientras la izquierda chilena no sea capaz de mirarse seriamente a sí misma para entender las razones de sus fracasos —sugiero partir por el desapego de la realidad, su radicalidad y maximalismo—, seguirá condenada a agitar el cuco de la “ultraderecha”, sin capacidad de reacción ni de contribuir a restaurar las condiciones que permiten la genuina deliberación: aquello en lo que descansa el mundo común que tanto preocupaba a Hannah Arendt y preocupa a Fernando Atria.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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