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La culpa también es de Boric
Mientras la izquierda siga explicando sus derrotas como malentendidos, traiciones o manipulaciones externas, seguirá perdiendo. La política no castiga la falta de pureza. Castiga la falta de eficacia. Kast llegará a La Moneda no solo por lo que prometió, sino por lo que el gobierno dejó de hacer.
La victoria de José Antonio Kast no cayó del cielo ni puede explicarse únicamente por un supuesto giro conservador de la sociedad chilena. Tampoco basta con invocar el miedo, la inseguridad, la desinformación o el anticomunismo, que efectivamente existieron, como causas externas. La extrema derecha llegará por primera vez a la presidencia en democracia y no es solo porque supo capitalizar el malestar, sino porque alguien lo administró mal. Y en esa administración fallida tiene una gran responsabilidad el gobierno de Gabriel Boric.
Durante cuatro años, una parte del oficialismo insistió en presentarse como un proyecto moralmente superior, portador de una verdad histórica y ética que parecía eximirlo de rendir cuentas políticas ordinarias. Esa posición, eficaz en la protesta y en la épica generacional, resultó profundamente ineficaz e incluso contraproducente en el ejercicio del poder. Gobernar es producir orden, previsibilidad y sentido común. Y ahí el gobierno falló.
También implica tomar decisiones impopulares, sin dejar de comprender una regla básica de la política. Cuando se llega al poder, lo primero que debe cuidarse es la propia base. No por sectarismo, sino por supervivencia política. Ningún proyecto resiste si erosiona el vínculo afectivo y simbólico con quienes lo llevaron al gobierno.
El episodio del “perro matapacos” es ilustrativo en ese sentido. No por el símbolo en sí, sino por lo que reveló. Al desmarcarse públicamente y calificar esa figura como “ofensiva y denigrante”, Boric no solo intentó moderar su imagen ante sectores que nunca lo aceptarían del todo. Envió, además, una señal de distanciamiento a un electorado que había construido identidad, memoria y épica política en torno a esos símbolos. En política, ese tipo de gestos no se leen como madurez institucional, sino como abandono.
Ahí aparece otro error recurrente: la confusión entre ampliación y sustitución. En vez de sumar nuevos apoyos sin perder los propios, el gobierno buscó legitimarse frente a un centro y una derecha que jamás le concedieron crédito político real. El resultado fue una doble pérdida. No convenció a los escépticos y desmovilizó a los convencidos.
Este problema, además, fue comunicacional y estratégico. El gobierno habló hacia arriba, a las élites, a los medios y a los observadores internacionales, mientras dejaba de hablarle con claridad y convicción a su electorado original. Cada giro fue explicado como maduración y cada rectificación como aprendizaje. Para amplios sectores sociales, sin embargo, eso no fue crecimiento, sino desorden. Y el desorden, en política, siempre es funcional a la derecha dura.
A eso se suma una ausencia casi total de autocrítica, particularmente en el Frente Amplio. Incluso después de la primera vuelta, cuando las señales del desgaste eran evidentes, predominó la idea de que cualquier cuestionamiento interno debilitaba al proyecto. La reflexión crítica se postergó una y otra vez, siempre para después de la elección, como si reconocer errores fuese una concesión inadmisible. Esa actitud, más cercana a la arrogancia que a la convicción, terminó desconectando aún más al oficialismo de un electorado que sí percibía los límites del gobierno. Esta desconexión se cristalizó en un discurso público que, lejos de remediar el problema, lo agravó.
En esta elección, la centroizquierda no perdió solo por errores de gestión, sino por una forma de comunicar el poder que erosionó la legitimidad de la política progresista. Se habló mucho de derechos y poco de deberes. Mucho de identidades y poco de Estado. Mucho de horizontes y poco de control. En un contexto de inseguridad, crisis migratoria y desconfianza institucional, se optó por la pedagogía moral cuando la ciudadanía demandaba conducción política.
Kast no ganó porque convenciera a la mayoría de que su proyecto era mejor, sino porque logró encarnar en la idea de control, una promesa básica que el gobierno abandonó. Control del territorio, del conflicto, de la frontera y del relato. Frente a un Ejecutivo que parecía pedir comprensión permanente, la extrema derecha ofreció certeza. Falsa, autoritaria y peligrosa, pero certeza al fin.
El oficialismo tampoco supo leer el clima emocional del país. Persistió en una narrativa épica cuando el país estaba exhausto y perdió al votante periférico, popular y despolitizado. Se habló de dignidad, pero no de miedo. De justicia social, pero no de inseguridad cotidiana. De futuro, pero no del presente. Ese vacío fue ocupado sin resistencia por un discurso simple, binario y punitivo.
La candidatura de Jeannette Jara fue, en ese sentido, una víctima tardía de un ciclo ya agotado. Cargó con los costos de un gobierno que no supo cerrar su relato ni asumir a tiempo sus límites. La campaña oficialista nunca logró despegarse del balance de Boric porque Boric nunca logró ofrecer un balance convincente de sí mismo.
Decir que la culpa también es de Boric no es un gesto revanchista ni una concesión al discurso reaccionario. Es una condición mínima para cualquier reconstrucción democrática del progresismo. Mientras la izquierda siga explicando sus derrotas como malentendidos, traiciones o manipulaciones externas, seguirá perdiendo. La política no castiga la falta de pureza. Castiga la falta de eficacia.
Kast llegará a La Moneda no solo por lo que prometió, sino por lo que el gobierno dejó de hacer. Y esa es una responsabilidad que no se puede seguir eludiendo sin consecuencias.
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