Opinión
Las sábanas cortas del Estado
En tiempos inciertos, y frente a debates sobre el tamaño y el rol del Estado, es indispensable que el análisis público considere estos desafíos estructurales.
Chile es un país especialmente permeable a los cambios globales. Su apertura cultural, económica, tecnológica y migratoria hace que fenómenos internacionales como crisis sanitarias, contracciones económicas, flujos migratorios o nuevas tendencias políticas generen alertas recurrentes. En este contexto, ha ganado presencia el temor a retrocesos democráticos observados en países cercanos, junto con fenómenos como el populismo, la autocratización y, de forma creciente, el antiestatismo.
Este se entiende como una tendencia amplia –no necesariamente ideológica– que busca limitar o incluso eliminar la intervención estatal en la vida pública, ya sea por considerarlo ineficiente, corrupto o como refugio de una “casta” de funcionarios privilegiados.
En Chile, este discurso ha encontrado cierta resonancia, aunque sin ser plenamente adoptado. Existe una conciencia relativamente extendida de que el Estado chileno no es excesivamente grande ni responde a tradiciones estatistas como en Argentina. En ese país, la crisis del modelo impulsó un rechazo profundo al Estado, capitalizado electoralmente por Javier Milei, cuya retórica –encarnada en la motosierra– apeló a recortar un aparato percibido como opresor e ineficaz.
En Chile, pese a las críticas al Estado, la ciudadanía parece reconocer que sus límites no alcanzan la caricatura del “parásito” difundida por ciertos discursos. Según un estudio del Centro de Sistemas Públicos de la Universidad de Chile, el país destina un 34% del gasto público a operación –incluyendo personal– frente al 41% promedio de la OCDE. El informe que analiza el periodo de 1990 a 2024 concluye que el Estado chileno es “más eficiente y austero, pero aún poco eficaz y de mediana calidad”. Esta percepción moderada explica, en parte, por qué ciertas columnas abiertamente hostiles al sector público no generaron el impacto esperado.
Sin embargo, es necesario atender a fenómenos regionales que pueden erosionar gravemente la institucionalidad. Como advierte Juan Pablo Luna en su columna “Un futuro tuneado”, en un análisis tan inquietante como lúcido, indica que asistimos a desmantelamiento del Estado desde abajo, originado en dos shocks estructurales.
El primero es tecnológico: la desindustrialización y la expansión de la inteligencia artificial han transformado los mercados laborales, alterado la comunicación política y debilitado el vínculo entre Estado y sociedad, reduciendo además su capacidad regulatoria frente a grandes plataformas globales.
El segundo shock es la expansión de actividades ilegales, que generan alternativas de subsistencia y formas paralelas de gobernanza bajo control criminal. Estas no solo desafían al Estado en materia de seguridad, sino también en la provisión de servicios básicos y protección social.
Ambos shocks, argumenta Luna, erosionan la soberanía estatal, fundamento sobre el cual se erigen las democracias liberales. Sus efectos se agravan ante relatos que sentencian “el Estado llega tarde, mal o de forma burocrática”. La nota más oscura se la lleva el futuro y lo que el Estado puede ofrecer a los jóvenes, en un escenario en el cual la educación ya no constituye un motor de movilidad social, el shock tecnológico conlleva una precarización de las condiciones laborales y el avance las actividades ilícitas exponen a los jóvenes a círculos de violencia y marginalidad.
En tiempos inciertos, y frente a debates sobre el tamaño y el rol del Estado, es indispensable que el análisis público considere estos desafíos estructurales. El futuro de la democracia y la cohesión social en Chile dependerán de la capacidad de fortalecer un Estado pertinente, legítimo y acorde a las exigencias de un entorno profundamente transformado.
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