Opinión
Ser docente hoy: entre la vocación y el abandono
Más allá de las coyunturas, el llamado es a reflexionar seriamente sobre el lugar que ocupa la pedagogía en Chile
En un país que se jacta de mirar hacia el futuro, resulta contradictorio el trato que históricamente se le ha dado a una de las profesiones más determinantes para ese mismo futuro: la pedagogía. Quienes elegimos este camino lo hicimos con la certeza de que educar es una forma de transformar el mundo. Sin embargo, ejercer la docencia en Chile hoy se ha vuelto, más que una vocación, una prueba constante de resistencia.
La pedagogía fue, en sus orígenes, una de las carreras más respetadas y valoradas del país. Ser maestro o maestra implicaba liderazgo social, reconocimiento comunitario y una valoración ética profunda. Con el paso del tiempo, esa figura se ha ido desdibujando. Hoy, los docentes enfrentamos un escenario donde la sobrecarga laboral, los bajos salarios, la constante fiscalización y la falta de apoyo institucional han convertido las aulas en trincheras cotidianas.
Y aun así, seguimos. Porque creemos en lo que hacemos. Porque cada estudiante es una oportunidad de construir algo distinto. Pero esa convicción no puede seguir sosteniéndose sólo en la vocación. La dignidad profesional no puede depender únicamente del esfuerzo individual.
Uno de los aspectos más alarmantes del deterioro de nuestra profesión es la forma en que se ha deslegitimado nuestra experiencia. En los últimos años, se ha normalizado que todos opinen sobre nuestra labor: apoderados, autoridades, políticos, incluso personas sin ninguna experiencia pedagógica. Se dictan leyes, se diseñan currículos, se establecen estándares de evaluación… Sin considerar la voz de quienes trabajamos directamente con los estudiantes. Esta exclusión sistemática no sólo es injusta, sino que revela una profunda desconexión entre la política educativa y la realidad del aula.
En las mesas donde se discuten los “problemas” de la educación, rara vez hay profesores. Se habla del déficit de docentes, pero se ignora la raíz del problema: las condiciones laborales insostenibles, la falta de reconocimiento, la invisibilización de nuestro rol como expertos en formación humana. No se puede mejorar la educación si no se dignifica primero a quienes la sostienen.
Y no se trata sólo de mejores sueldos —aunque eso también es urgente—, sino de respeto profesional. De confiar en que los docentes sabemos cómo enseñar, cómo evaluar, cómo acompañar procesos complejos que van mucho más allá de los contenidos. De reconocer que no somos simples ejecutores de políticas, sino actores clave en su implementación y éxito.
La sociedad necesita comprender que la educación no es un territorio neutro, ni una tarea que cualquiera puede asumir. Es un proceso complejo, profundamente humano, que requiere conocimiento, experiencia y compromiso. Y quienes estamos en las aulas lo sabemos mejor que nadie.
Por eso, más allá de las coyunturas, el llamado es a reflexionar seriamente sobre el lugar que ocupa la pedagogía en Chile. Porque mientras se siga tratando a los docentes como piezas reemplazables, mientras se les niegue su estatus profesional, mientras no se les escuche, el sistema educativo seguirá reproduciendo desigualdades en lugar de enfrentarlas.
La pedagogía no se rinde. Pero tampoco puede seguir sosteniéndose a costa del desgaste de quienes la ejercemos. Si realmente queremos una educación de calidad, debemos empezar por mirar a quienes la hacen posible: los profesores y profesoras. Y, sobre todo, por reconocer que sin condiciones laborales dignas, no habrá nunca una educación justa ni transformadora.
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