Opinión
Izquierda y progresismo; revolución y reformismo
(Una réplica a Mauro Basaure)
En una reciente columna publicada en El Mostrador y titulada “El fin de ´una` Izquierda”, el sociólogo Mauro Basaure (permanente animador del debate público) apunta cuestiones que es necesario despejar en tanto pueden llamar a confusión toda vez que se intenta acelerar el diagnóstico sobre lo sucedido en las últimas elecciones presidenciales.
Se indica lo anterior porque, se cree, no es el momento para que aquello que el académico llama “izquierda” o “progresismo” –indistintamente– entre en el delirio de la respuesta inmediata para recomponerse de cara a una derrota histórica. Lo que se da por llamar “izquierda” debería atenuar la reacción, sentir y acusar el golpe; en otras palabras, asumir el duelo y “demorar la promesa” antes de narcotizarse con un nuevo “proyecto” o “renovación” reivindicando un enemigo que no tiene y con el cual, más bien, se mimetiza.
En primer lugar, el sociólogo sostiene, de manera muy sinóptica de mi parte, que en la Asamblea Constituyente (2021-2022) el progresismo “se resiste a asumir el proyecto de una sola izquierda capaz de integrar redistribución material y reconocimiento identitario”. La pregunta es si realmente fue la izquierda o el progresismo quien entró a la Asamblea para dominarla ¿No fueron acaso, en su mayoría, los márgenes históricos y socialmente excluidos los que por primera vez ingresaban en un espacio de decisión y deliberación fundamental? ¿Los movimientos ambientalistas, los pueblos originarios, las disidencias genéricas o los feminismos fueron, en lo concreto, monitoreados por el PC, el PS o el FA?
Si algo ocurrió en la Asamblea es la némesis de lo que apunta el profesor Basaure; es decir, no hubo nunca la posibilidad de una sola voz y, sobre todo, lo que ocurrió fue la tachadura de lo político, en el entendido de la disputa por ideas que permitieran, ulteriormente, llegar a acuerdos. Lo que se dejó ver fue un atrincheramiento ex-nihilo, y lo que se da a llamar progresismo o izquierda nunca tuvo el control de la Asamblea. Esto desactiva el imaginario de que no es posible, cito al sociólogo: “(…) el proyecto de una sola izquierda capaz de integrar redistribución material y reconocimiento identitario”, específicamente porque esa izquierda nunca pudo capturar el devenir de la Asamblea, ni menos gestionarla desde un locus de poder enunciativo. Lo de “la redistribución material” y “reconocimiento identitario” (ese ensamble de conceptos entre Rawls y Honneth) merecerían una crítica específica y no tenemos el espacio.
Por otro lado, y en un intento, si se quiere, más pedagógico, pensamos que no es posible usar las palabras izquierda y progresismo como si fueran lo mismo. La izquierda remite al pensamiento de Marx; el que se extiende por encima de cualquier variante política que flambeando su nombre terminó en tragedias genocidas o experimentos políticos frustrados. La izquierda encuentra en Marx los valores propios de un sistema de ideas que, al día de hoy, no tiene contexto en los partidos ni contingencia en la opinión pública; una suerte de éter diluido y aéreo sin la más mínima posibilidad de objetivarse en una agencia, otra vez, política.
Lo que Marx ve en el siglo XIX es una “clase” oprimida, explotada, al borde de la esclavitud y sobreviviendo al límite de sus capacidades fisiológicas. Quizás –entre tantas otras herencias que nos deja el genio de Tréveris para comprender la historia– una de las cuestiones mayores que testimonia Marx en El Capital, es que la gran revolución del capitalismo es haber metabolizado la fuerza de trabajo en mercancía, cuyo salario era estimado por el dueño de los medios de producción. En este sentido el marxismo, la verdadera izquierda, fue un enorme artefacto teórico con un fuerte arraigo en la potencia de emancipación de los sectores obreros y los explotados del mundo. Pues bien, esa izquierda, que si bien ha tenido lecturas notables –en Europa, probablemente con la Escuela de Frankfurt, en América latina con la exquisita de lectura de los peruanos Haya de la Torre y Juan Carlos Mariátegui o en EEUU con Frederic Jameson, dejando fuera a muchas otras, ciertamente– ya no existe, aunque, y estamos en absoluto acuerdo que, y por una cuestión ética y de “respeto inmensurable” hacia la deconstrucción, “No hay porvenir sin Marx” (J. Derrida, Espectros de Marx, 1993).
Esta larga tradición, es probable, llega a su fin con la obra de Antonio Gramsci quien, no obstante, desde sus tiempos de universidad ya se oponía férreamente al ideario determinista y fatalista del marxismo que devenía de la tradición del viejo socialismo científico, en el cual el determinismo coaccionaba al sujeto revolucionario, justo, achatándolo y dejándolo sin capacidad de acción por el poder indefectible de una historia que culminaría en la idílica sociedad sin clases… “el paraíso comunista”.
Ahora bien, el progresismo es algo muy diferente y encuentra sus orígenes en otro momento de la temporalidad de occidente, siendo fruto de las revoluciones liberales de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. En sus inicios, el ideario está muy vinculado al principio positivista de “progreso” a todo orden: político institucional, transformaciones económicas paulatinamente más afines a la industrialización capitalista y a los cambios intelectuales de la época identificándose, sobre todo y ya en el siglo XX, con Giuseppe Lampedusa y su Gatopardo para levantar su crítica al cinismo de las antiguas ideas.
En esta línea y volviendo un poco atrás, es en las revoluciones que tuvieron lugar en Europa en 1848 (Comuna de París como emblema) que el progresismo, definitivamente, toma la ruta reformista definiendo su itinerario lejos de la izquierda revolucionaria. Con el tiempo, y hasta nuestros días, el progresismo ha tendido a la prédica por la justicia social, al relevo de las identidades de todo tipo como eje articulador de cualquier manifestación política y se declara, en una parte mayoritaria, contra el neoliberalismo.
De este modo, definitivamente, no es igualable a lo que ha sido la izquierda en la historia. Esta diferencia debe, a mi juicio, ser singularizada.
En tercer lugar, el sociólogo alude a que “(…) la derecha se presenta como el único actor claro, capaz de actuar y decidir. No necesita tener razón en todo: le basta con parecer unívoca”. Aquí también es necesario volverse algo esquemático y detenerse, no ganó “la” derecha, ganó Kast.
Y esto porque la derrota brutal de Evelyn Matthei que termina con su carrera política –al menos y en tanto su búsqueda afanosa por ser presidenta de la república– no puede ser considerada un éxito de la derecha sino la gasificación de una variante que, por al menos tres décadas, monopolizó al sector. Asimismo, y como lo apunta Basaure, EVOPOLI desapareció.
El fenómeno, tal como lo señala Manuel Antonio Garretón, es que las derechas quedaron subalternas de una autoritaria que al ganar con escándalo las presidenciales no puede sino volverse hegemónica.
Finalmente, llama la atención que el profesor Basaure titule su columna El fin de “una” izquierda, entrecomillando el “una”. Como si hubiera muchas o más de una. En Chile no hay izquierda, lo que tenemos es un sector político centrista de filo progresista que se diferencia de las derechas, fundamentalmente, por su pasado anti-pinochetista y una desmemoriada vocación por lo social y que adscribe al credo neoliberal sin mayores distinciones ni complejos.
¿Boric de izquierda? ¿Jara de izquierda? Un partido como el PC que se cuadra con el discurso securitario, que pacta circunstancialmente con la DC y todo el caleidoscopio intermedio ¿es izquierda? Lo que se da por llamar con este nombre debe y es lo que pienso, en Chile y en el mundo, recuperarse en una teoría política que le imprima sentido a su práctica por un lado y a una reconexión con esa zona de la sociedad olvidada y explotada (sí, explotada y maltratada) a la que decidió no mirar por exceso de elitización.
También nosotras/os, la estrecha faja intelectual que nos decimos de izquierda pero que escribimos para nichos sin desviar la mirada hacia algo más que nuestros “espasmos imaginales”, pasando por encima de cualquier principio de realidad; ahí desde donde se desprende el eco de un grito que no sabemos reconocer ni escuchar, pero que perfora como un inexorable remordimiento en nuestro olvidado sentido de justicia y restitución del otro vulnerado en toda su magnitud.
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