Opinión
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Un celular no se envuelve: se educa
La Navidad llega cada año envuelta en luces, promesas y deseos. En muchas casas, junto al árbol, aparece una petición que ya no sorprende: un teléfono móvil. No es un simple regalo; es un gesto cargado de sentido educativo. Porque un smartphone no es un juguete, no es solo entretenimiento, no es un premio. Es una puerta abierta al mundo, y también a sus sombras.
Regalar un móvil a un niño o niña no equivale a confiar en él; equivale, ante todo, a asumir una responsabilidad adulta. Como advierte con lucidez María Zabala, entregar un smartphone “envuelto”, como si fuera una consola, es un error conceptual. Un teléfono inteligente es comunicación permanente, consumo ilimitado, exposición temprana y construcción de identidad. Por eso, especialmente bajo los 12 años, la pregunta no debiera ser qué celular comprar, sino qué necesita realmente mi hijo. A veces, la respuesta no es un smartphone, sino un reloj con geolocalización, un dispositivo acotado que protege sin invadir.
En educación sabemos que no todo acceso temprano es progreso. Nadie dejaría a un niño solo en una biblioteca infinita sin mediación; sin embargo, eso es exactamente lo que ocurre cuando damos internet ilimitado, redes sociales abiertas y un teléfono sin configuración. No es confianza: es abandono digital.
Aquí aparece una verdad incómoda. A los adultos nos cuesta. Decimos que “nos pilló grandes”, que no entendemos la tecnología. Pero criar nunca ha sido fácil. Aprendimos a cocinar, a trabajar, a cumplir con trámites complejos.
Aprender a configurar un teléfono es hoy parte del mismo oficio: educar. Usar herramientas como Google Family Link o Apple En Familia no es control policial; es asumir que seguimos siendo responsables del entorno en el que crecen nuestros hijos.
Limitar el tiempo de uso, decidir qué aplicaciones pueden descargarse, establecer horarios de desconexión o restringir el acceso al router no es autoritarismo. Es coherencia educativa. Porque a esa edad nada es infinito: ni el azúcar, ni la televisión, ni los horarios. ¿Por qué habría de serlo la pantalla?
Si, aun así, se decide entregar un smartphone, el gesto debe ser pedagógico. No basta con el objeto. La recomendación es clara: acompañarlo de una conversación, incluso de una carta. Un texto que diga: creemos que ha llegado el momento, confiamos en ti, así hemos configurado este teléfono y estas son las normas que nos ayudarán a cuidarte. No desde el miedo, sino desde la corresponsabilidad. No como amenaza, sino como pacto. Y con una promesa adulta: si te equivocas, conversaremos; si algo no resulta, volveremos a empezar.
Educar en lo digital no es prohibir ni soltar; es acompañar. Cuando los niños crecen sabiendo que los adultos forman parte de la ecuación tecnológica, reclaman más autonomía, sí, pero también comprenden que no están solos frente a un mundo que no siempre sabe cuidarlos.
Esta Navidad, más que regalar pantallas, estamos llamados a regalar conversación, límites y presencia. Porque la tecnología no reemplaza la crianza: la vuelve más exigente. Y educar —también en tiempos digitales— sigue siendo un acto de amor, de responsabilidad y de profundo compromiso con el futuro.
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