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Virtud y límites de la moral liberal: la esclavitud en Chile CULTURA|OPINIÓN Crédito: MemoriaChilena.cl

Virtud y límites de la moral liberal: la esclavitud en Chile

Renato Cristi
Por : Renato Cristi PhD. Professor Emeritus, Department of Philosophy, Wilfrid Laurier University.
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Según Juan José Martínez Barraza, historiador de la Universidad de Santiago de Chile, “el tema de la esclavitud se ha dejado de lado porque en general en Chile la época de la colonia como objeto de estudio se ha dejado de lado”. Y agrega: “Lo que sabemos es que en total, durante todo el periodo colonial, se traficaron alrededor de 12 millones de esclavos desde un continente a otro. De estos, 70.000 esclavos que llegaron al Cono Sur, principalmente al Río de la Plata, y significan alrededor de un 1% del total del tráfico. Si bien esto parece una cifra insignificante, no lo fue por lo que representó en términos económicos para estos espacios”.


En su tercer año de humanidades, primero medio de la actualidad, mi padre estudia historia de Chile en el texto de Luis Galdames (1923). En la sección que se refiere al origen y formación de la sociedad, Galdames afirma que “la sociedad chilena tuvo su origen en la unión de la raza indígena con la española”. Sugestivamente agrega: “en el fondo de las encomiendas y dentro del servicio doméstico mismo surgió muy pronto una clase social intermediaria entre la española y la indígena, compuesta de mestizos”. Estos últimos, “despreciados por los europeos”, eran destinados, junto con los indígenas, al trabajo en el campo, pero su ocupación principal era servir “como soldados en las filas españolas”.

Cuando Galdames se refiere a la esclavitud habla de “los negros traídos de África y vendidos aquí en calidad de esclavos”. Los colonos los compraban en Lima y los destinaban preferentemente al servicio doméstico. Su precio fluctuaba entre doscientos y quinientos pesos según su edad y su sexo. El trato que se les daba era duro y cruel. Galdames cita una ordenanza colonial que detalla el castigo para esclavos en fuga:

“Cualquier esclavo o esclava que estuviese huido del servicio de su amo más de tres días y menos de veinte, el que lo prendiese, ora sea alguacil o no lo sea, tenga de derecho diez pesos, los cuales pague el amo de tal esclavo y esclava, al cual esclavo o esclava le sean dados doscientos azotes por las calles públicas por la primera vez, y por la segunda, doscientos azotes y se desgarrone (sic) de un pie”.

No recuerdo que mi texto de historia, el de Francisco Frías Valenzuela, se refiriera a la esclavitud negra en esos términos. Desconozco cómo se enseña hoy en día en la educación secundaria este capítulo de nuestra historia. Según Juan José Martínez Barraza, historiador de la Universidad de Santiago de Chile, “el tema de la esclavitud se ha dejado de lado porque en general en Chile la época de la colonia como objeto de estudio se ha dejado de lado”. Y agrega: “Lo que sabemos es que en total, durante todo el periodo colonial, se traficaron alrededor de 12 millones de esclavos desde un continente a otro. De estos, 70.000 esclavos que llegaron al Cono Sur, principalmente al Río de la Plata, y significan alrededor de un 1% del total del tráfico. Si bien esto parece una cifra insignificante, no lo fue por lo que representó en términos económicos para estos espacios”.

No me interesa la economía de la esclavitud, sino el trato que reciben los esclavos y esclavas en Chile. Retrocedo para ello al año 1709, cuando desembarca en Valparaíso Jean-Baptiste Christy-Pallière joven corsario de 19 años, oriundo de St. Malo. Jean-Baptiste casa al año siguiente con doña Gabriela Velasquez, con quien tiene ocho hijos. Luego de enviudar, casa con doña Isabel Morales, con quien tiene nueve hijos. Su actividad se vierte en un lucrativo comercio de géneros, posiblemente conectado al contrabando, el que a su muerte, en 1743, le permite legar a sus descendientes nueve esclavos, cuyo valor conjunto fija en mil ochocientos pesos.

Estos nueve esclavos quedan consignados como “ítems” en su testamento, junto a sus otras posesiones. Nombra a los siguientes: (1) Manuel, “negro de Guinea”, de veinticinco años; (2) Joseph, un mulato “como” de veinte años; (3) Patricia, una mulata “como” de cuarenta años; (4) su hijo Gaspar, un mulatillo “como” de doce años; (5) Juana, una mulata “como” de veinticuatro; (6) su hijo Juan Antonio, un mulatillo de un año; (7) Francisca, una mulata “al parecer” de veinte años; (8) y (9) sus “crías” Juan Joseph y Juan Estevan (no se indica la edad). Dos varones adultos, un niño de doce años, tres infantes y tres mujeres adultas, dos de las cuales son madres de los tres infantes.

La precaria situación de estos esclavos queda a la vista al no saberse exactamente la edad que tienen. Este solo hecho ya demuestra la débil identidad que deben tener como personas, identidad aún más precaria pues pertenecen a una familia, pero no son parte de la familia. El asignárseles un precio significa que pueden ser enajenados separadamente, no importando cuales sean sus lazos parentales.

Esa precariedad existencial y emocional queda a la vista desde el momento en que la viuda, doña Isabel, ha tenido que cargar con el costo del sepelio de su difunto marido. Ese costo se fija en quinientos pesos. Un amigo de la familia, don Pedro Lecaros y Berroeta, le ofrece quinientos pesos en préstamo para correr con ese gasto y no le fija intereses. Doña Isabel se compromete a devolver esos dineros en seis meses y como garantía hipoteca a dos de sus esclavos adultos, a Manuel y Joseph, cuyo precio equivale al préstamo.

Pasados los seis meses, doña Isabel no lo puede cancelar y el acreedor hace efectiva la hipoteca. Joseph, uno de los hipotecados, no está ya en posesión de la viuda. En vista de esto, y exigida por su acreedor, entrega a Gaspar, quien es trasladado en resguardo a la cárcel pública junto con Manuel. Gaspar tiene solo doce años y su precio es inferior, por lo que don Pedro insiste en apropiarse de Joseph. Acude entonces a su influyente primo el Maestre de Campo y alcalde de Santiago, don Alonso Lecaros y Ovalle.

El jueves 23 de enero de 1744, don Agustín Fernández de Rebolledo, yerno de Jean-Baptiste, comparece ante la Real Audiencia para denunciar lo que le ha sucedido durante el fin de semana pasado. El domingo 19 de enero, a las diez de la noche, ha llegado a su casa don Alonso Lecaros exigiendo la entrega del mulato Joseph. Don Agustín lo había extraído de la casa de doña Isabel, porque su mujer doña Sebastiana, hija del primer matrimonio de Jean-Baptiste, lo reclamaba como correspondiente a su herencia.

El relato de don Agustin continúa en los siguiente términos: “a las diez de la noche y desde la puerta de mi casa don Alonso me ordenó, con dos ayudantes, que al punto pasase con el mulato [Joseph] al Portal de los Escribanos y entregue al dicho mulato a los ayudantes, quienes de orden del dicho don Alonso lo pusieron en la cárcel, y no satisfecho con esto, mandó ayer veinte y uno del corriente se le dieren, como de facto se le dieron, cincuenta y tantos azotes”. No es posible saber si la causa de la indignación de don Agustín se debe a lo arbitrario de esos azotes padecidos por un ser humano o al posible daño sufrido por un objeto de su propiedad.

Este historial de violencia no termina aquí. La violencia es nodriza de la violencia, y en dos casos se hace presente en personas de alguna manera relacionadas con esa escena original.

El primero ocurre en la noche del veintidós de septiembre de 1767, cuando muere asesinado, en su propio dormitorio, el mismo don Alonso Lecaros y Ovalle. El asesino es su esclavo Antonio, un negro de Guinea de veinte años y adquirido cuando tenía doce. Don Alonso comparte dormitorio con Antonio y las crónicas reportan que lo sodomizaba. El sumario juicio a que es sometido dura un par de días y lo condena a la muerte. La sentencia incluye el ser trasladado de la cárcel en un carro y paseado alrededor de la plaza pública. En cada una de las esquinas ha de recibir cincuenta azotes. Debe luego ser “efectivamente atenaceado con unas tenazas de hierro hechas ascuas”. Finalmente se le ahorca.

Sus manos y su cabeza son cercenadas para ser exhibidas, una mano en el Colegio de San Miguel, la otra en la Calle de las Matadas, y la cabeza en la Alameda. Los demás esclavos de esa casa son también declarados culpables y castigados, recibiendo azotes con toda probabilidad, por la sola razón de no haber dado cuenta del homicidio a alguien superior.

Años más tarde, la violencia visita a la familia de don Agustín Fernández de Rebolledo el martes 10 de octubre de 1786 al mediodía. Manuela, su nieta, y descrita en las crónicas como una mujer de “rara belleza”, le sirve a su marido unos espárragos envenenados con solimán crudo. Manuela tiene veintiún años a la fecha, y su marido es veinte años mayor. Es el arquitecto Joaquín Toesca. Don Joaquín descubre el intento y logra escapar de la muerte con ayuda del boticario de la esquina. En el sensacional juicio que sigue, Doña Manuela es condenada a reclusión en el claustro de las monjas Agustinas de la Limpia Concepción. Su esclava, una mulata nombrada Javiera Torres, aunque inocente, es declarada también culpable, y recluida en la Casa de las Recogidas.

Hasta aquí esta narración que ilustra el trato inhumanamente violento que reciben esclavos, y también las mujeres, supuestamente libres, en nuestro periodo colonial. La violencia se manifiesta en la institución misma de la esclavitud. Su estado deriva de una captura violenta de hombres, mujeres, niños y niñas en un continente, de la separación de sus familias, de su traslado forzado a otro continente, de su posterior comercialización y de todo un régimen infernal de vida inimaginablemente dolorosa.

A los esclavos se les asignan sus nombres, apellidos y edades aproximadas. Los hijos e hijas de las esclavas son vistos como “crías” que pertenecen al amo y que en muchos casos son mulatos y mulatas nacidos de violaciones. Los esclavos no constituyen familias en tanto que pueden ser enajenados, vendidos, heredados, prestados, hipotecados, donados, y también castigados, azotados, ultrajados y abusados sexualmente en cualquier momento. Son instrumentos de trabajo. No tienen derechos sino solo deberes, y como sujetos de deberes concentran y cargan con todo el peso de la legalidad y la moralidad.

No son personas jurídicas y pueden así ser imputados y castigados por crímenes de otros esclavos de sus amos, o por crímenes de sus propios amos. Pagan así justos por pecadores. Pueden ser martirizados públicamente para restaurar el orden cósmico que se ha visto alterado por sus propios crímenes o los de sus amos. Las vidas de Joseph, Manuel, Gaspar, Antonio y Javiera dramatizan esta situación. Algo análogo podría decirse de Manuela quien casa, contra su voluntad a los diecisiete años, con un hombre mucho mayor que ella, y no le está permitido atender a los designios de su corazón. La escena que se monta para ejecutar a Antonio, y también la reclusión conventual de Manuela, tienen por objeto restaurar el orden moral comunitario que funda la subordinación de esclavos y mujeres.

Nuestra Independencia pone fin a esta pesada noche comunitaria y certifica la victoria del liberalismo. Triunfa la libertad de comercio, el constitucionalismo y una incipiente democracia. Pero más importante aún me parece ser el triunfante reconocimiento de la autonomía y libertad de los individuos. La abolición de la esclavitud el 23 de junio de 1823, por iniciativa de José Miguel Infante, marca esta apoteosis liberal. Habría así que ingresar al panteón de sus mártires al Negro Antonio y a doña Manuela. Desde la literatura, por ejemplo, me parece que Jorge Edwards, en su novela «El Sueño de la Historia», da en el clavo con respecto a esta última. Edwards sospecha “que a lo mejor, quién sabe, la Fernández, doña Manuela, era una precursora de los tiempos nuevos, de las sociedades libres, sinceras, que florecerían en diversas partes del mundo a medida que avanzara el siglo XIX”. Cuando uno piensa en el caso Karadima creo que se podría decir algo análogo de Antonio.

Junto con la extraordinaria claridad que ilumina a la moralidad liberal, y que marca su triunfo por sobre el ciego comunitarismo de la Colonia, aparecen también sus límites. En países como Australia, Canadá y Estados Unidos, se ha discutido la necesidad de responsabilizarse, reparar y compensar por los atroces daños ocasionados por la esclavitud y la colonización. La cuestión en disputa es la siguiente: ¿tiene sentido moral obligar a la generación presente para que repare las injusticias históricas cometidas por generaciones pasadas en contra de esclavos y aborígenes?

Algo análogo podría demandarse con respecto a las mujeres. Muchos piensan que una política de reparaciones puede causar resentimientos en la generación presente, y encender actitudes revanchistas. Pero la objeción más seria, es que la moral liberal, dominante hoy en día, afirma la incondicionada prioridad de los derechos del individuo. Esto significa que cualquier obligación que nos ate debe ser concebida como dependiente de nuestro consentimiento. Se reconocen las obligaciones naturales que tenemos los seres humanos como tales, pero más allá de éstas todas las obligaciones son voluntarias. La virtud de la moral liberal es la afirmación de la libertad de individuos vistos como autores de las obligaciones morales que los constriñen. Pero sus límites quedan a la vista cuando John Howard, primer ministro de Australia, declara: “no creo que la presente generación de australianos debiera pedir formalmente perdón y aceptar responsabilidad por lo que ha hecho una generación anterior”.

Charles Taylor y Michael Sandel, inspirados en Hegel, piensan que esta limitación del liberalismo reside en el error atomista que no considera que la libertad individual solo es posible al interior de ciertas instituciones y prácticas. Solo así es posible dar cuenta de nuestras obligaciones de solidaridad y lealtad y de nuestra pertenencia a una determinada historia. De ahí resultan obligaciones inescapables. Nuestra solidaridad y lealtad con ciertas instituciones, como la familia y nuestra patria, no permiten distanciarnos de nuestra pertenencia y negar nuestra identidad. Estas obligaciones no se fundan en nuestro consentimiento o el contrato. En cierto sentido, somos prisioneros de la narrativa histórica que nos confiere identidad. Ahora bien, si el liberalismo es formal y abstracto, el comunitarismo es irreflexivamente concreto y, por tanto, no juzga acerca del contenido y los fines de las prácticas e instituciones heredadas.

A pesar de esta grave limitación, el empirismo comunitario puede servir para corregir la epistemología abstracta del liberalismo. En su Enciclopedia, Hegel celebra el grito de batalla del empirismo: “deja de perseguir abstracciones vacías, contempla aquello que está frente a ti, recoge el aquí y el ahora, tanto humano como natural, tal como se presenta, y encuentra ahí satisfacción”.

No más que esto es lo que he pretendido hacer con la narrativa de más arriba. Si la historia de Chile que se enseña en nuestra educación secundaria habla de la esclavitud de manera general y abstracta, tal como hace Galdames, ello no es conducente a la formación de un juicio moral reflexivo acerca de la esclavitud y la condición de los aborígenes, que pueda invocarnos personalmente. Me parece que si hace vivencial ese drama moral, una tarea ya han emprendido escritores como Edwards, individualizando con nombre y apellido a sus personajes, ello podría despertar nuestra propia responsabilidad moral para hacer posible la reparación que corresponda. Ese fue el propósito de la narración de lo ocurrido al interior de tres familias de Santiago en 1744, 1767 y 1786. Hay que dejar hablar a la historia en toda su concreción para que la enseñanza moral sea efectiva. Después de todo, la moralidad es un aprendizaje.

Renato Cristi PhD, Professor Emeritus. Department of Philosophy, Wilfrid Laurier University.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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