
Poemario “De amor y travesías” de Germán Rojas: la sorpresa que nos arroja a un oleaje impredecible
Este texto fue leído por la autora en la presentación realizada en la más reciente Feria del libro de Buenos Aires.
Encaro la lectura de este poemario con cuidado, paso a paso, leyendo el texto desde dos miradas: una macro para tomarle el pulso al tono, al lenguaje, al itinerario emocional, y la contraria, como quien se posa sobre algunos detalles con microscopio.
Ante todo, la lente se posa en la dedicatoria, elemento que, como a menudo sucede, tiene un vínculo intrínseco con el libro: “a las uvas, al viento y a las barcarolas de Neruda”.
Como no me suena barcarolas ni jamás agotaré la enorme obra nerudiana, Google me explica: “canción popular tradicionalmente cantada por gondoleros en Venecia”.
Germán, me digo, nos sitúa desde el vamos en el corazón del texto: A las uvas… o sea al vino de la vida bohemia y, sin duda, al santo y seña de la vida chilena; al viento, ese viento sensual, como reza un poema del capítulo “Regreso a las raíces”: “déjame ser sensual viento /que te recorra entera, / avivando fuegos, / avivando leños”: un viento pariente del amor a la mujer y al terruño.

Finalmente, a las barcarolas de Neruda. Neruda, lo sé de primera mano, es el poeta que ocupa el centro de la constelación de seres queridos con quienes a Germán le encanta dialogar de tú a tú; y las barcarolas remiten a Italia, su entrañable refugio del exilio.
Lo tácito es el agua por donde se navega, elemento que, en sus múltiples formas, lo une al poeta como cordón umbilical a su país costero, a su Chile vertebral de estos amores y travesías que giran alrededor de y a partir de su memoria. Y sigo con mis asociaciones no tan libres, sosteniendo el microscopio: si avanzamos unas páginas, el agua aparece vinculada a “los caminos que emprendemos como barco sin timón en agitadas marejadas”, lo cual me ratifica que todos los sentidos conducen, y vuelvo a sus versos: “al exilio, a la sorpresa que nos arranca un día de lo que creíamos nuestra vida y nos arroja a un oleaje impredecible”.
Y me digo que este es el caracú del texto que voy asimilando, ida y vuelta, porque se trata de un poemario en movimiento que, como dijimos, va de Chile al exilio y vuelve al origen, meciéndose en el oleaje de la memoria. Se cierra el círculo, simbólicamente, cuando el poeta retorna a casa, donde junta sus ires y venires.
¡Vaya síntesis! La dedicatoria abre, en unas pinceladas, las venas del texto, anticipando vaivenes amorosos y geográficos de un mapa existencial que me remite, como lectora porteña, a ese Gardel cantor de “Volver” que susurra: “yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno”.
Por algo Germán nos dice en el prólogo: “Es en la lejanía de los huertos que siempre fueron nuestros donde cobra sentido la pertenencia a un paisaje, a una geografía, a unos perfumes, a unos vientos, a unas rocas, a unas aguas, a una dulzura vegetal. Solo entonces tomamos conciencia de lo que era el territorio que nos vio nacer. Solo entonces tomamos conciencia de la falta que nos hace (…) ese lugar. Es como comprender la falta que nos hace un brazo cuando nos lo han despojado de raíz”.
El protagonista de esta saga, despojado de raíz, lleva su terruño en la mochila mientras en su andar va conjugando distancias en y con geografías que van desde el mundo Maya hasta Andalucía, desde el Mar del Norte hasta Palestina.
Como le corresponde a un Ulises latinoamericano que se sabe vinculado a Europa pero se reconoce oriundo de América mestiza, el poeta va más allá del paradigma europeo a la hora de enhebrar la historia: su memoria no deja de lado la impronta árabe en sus raíces hispánicas ni deja de reivindicar las culturas originarias de nuestro continente, de modo que su viaje no se asemeja al del intelectual que disecara David Viñas, cuyo destino ineludible era París: a Germán el viento lo lleva a otros puertos y en cada uno da con una resonancia de aquello que lo constituye.
Tarda en retornar a esa tierra larga y apretada, al sur del cono sur, a su Ithaca como siguiendo el consejo de Kavafis: “Cuando emprendas tu viaje a Ithaca / pide que el camino sea largo, /lleno de aventuras, lleno de experiencias”. Aunque en este caso el poeta no lo pide sino que simplemente la dictadura dura 17 años…lo cierto es que está lleno de aventuras y de experiencias desperdigadas por ciudades y paisajes y mujeres y hombres que despiertan el asombro, el amor, la sorpresa, el deseo. El yo las conjuga, se deleita en el misterio de lo desconocido, lo incorpora.
El amor, en mi lectura, es el motor que impulsa el devenir, el motor de la vida, mientras que el yo es quien atisba el sentir y la pasión que despiertan los azares del camino y se deja llevar, asumiéndolos y describiéndolos.
Beatriz Sarlo, en No entender, libro publicado post mortem, confiesa: “siempre me resistí a la primera persona autobiográfica, que incluso en mi libro de viajes queda esfumada entre una tercera y una primera pero del plural, un ellos y un nosotros con los que se entreteje (…y al final de este párrafo concluye): “Hay que ganarse el derecho a la primera persona”.
Me hace pensar en Germán, que se va ganando este derecho entre ellos (los lugares y los poetas presentes en sus poemas), ellas (las mujeres amadas, por un instante o por años pero sin tregua) y nosotras o nosotros, lectoras y lectores que viajamos con el poeta. En este proceso el yo incorpora –como dije– ese mundo que lo cautiva y seduce, que lo interpela.
Y digo que se va ganando el derecho a la primera persona porque no es cuestión de usarla de modo banal, narcisista, como sucede en nuestra época. Acá el peregrino se rinde ante las raíces cósmicas de América, admite su desconocimiento de saberes ancestrales y frente a los potentes restos de templos Mayas ruega, implorante: “…déjenme hacerme polvo, (…) en la sabiduría entrañable de estas piedras /donde se esconde / cada uno de sus dioses y sus muertos”.
En este buscar darse otra forma o quizá darse una forma nueva, en ese palpar desde su ceguera o deslumbramiento, la existencia en su incansable diversidad lo llama, justamente, porque hay algo que él “no entiende”, no alcanza a desentrañar. Como indica Sarlo, ese impulso misterioso ante la dificultad es la razón de ser del arte y de la escritura.
¿Acaso el hecho estético, como también decía Borges en Otras inquisiciones, no es esta inminencia de una revelación que no se produce?” En este poemario se perfilan, una y otra vez, escenas en las cuales surge eso a develar que nunca se devela del todo porque la propia cultura o la extranjería no permiten asimilarlo: “Escrutando el cielo oscuro, / yo, esta noche, / desde mi más profunda ignorancia declarada, sólo reconozco el resplandor / de las tres marías / y de un satélite que surca veloz el cielo…”
Y pienso, con Sarlo: “En ese no saber radica parte de la fascinación que (…ese algo) me produce. Algo debo hacer para poder ver cuando miro. Ese algo es la victoria sobre lo desconocido. No entender es el primer paso (….) No entender es el capítulo inicial de un viaje” y finalmente: “No entender es la promesa de la literatura y el arte”. Coincido y sostengo que este hermoso poemario, sin saber sabiendo nos lleva no sólo por puertos de una historia autobiográfica sino por el viaje simbólico que va del no saber a la creación.
En esta deriva el poeta, como anticipé, habla con sus poetas y les dedica versos que vincula a sus lecturas ya que, evidentemente, a muchos no puede conocerlos más que por sus obras. Pero viven con y en él, él los invoca, les dice algo, les cuenta historias. A Lorca le cuenta o le dedica explícitamente (“estos versos son un canto a él, Federico, y a ella, nuestra madre común, Andalucía) su encuentro con una bailarina en Madrid, una gitana que encarna Andalucía: el amor y la poesía se trenzan en cuerpos fogosos, en zapateos, en “ritmo, estruendo y polvareda”, como dice un verso.
Germán va a tientas, adivina, balbucea; ese gesto de abrirse al mundo es el que prima. Pero el yo empático del poeta que –insisto– recoge un caleidoscopio de montes y océanos, de ciudades y civilizaciones, va diseñando una cartografía que también alberga certezas: En Bajo este cielo gris del capítulo Raíces (que abarca –como puntualiza la dedicatoria– de Al-Andalús a Palestina) es asertivo: “No permitan que los ojos de fuego / que un día no lejano asolaron estas tierras, / vuelvan nuevamente a quitarnos la lozanía del árbol / y la pureza del sueño.
Desde los jardines de la Alhambra implora a sus ancestros que amplifiquen su grito como él lo hace: “Exijo paz para gritar más fuerte” (No por azar Germán Rojas es presidente del comité por la paz del PEN). “Para que mi voz, sumada a la de miles, pulverice los nubarrones grises, aleje el hedor de muerte, de pólvora, de sueños derrumbados”. El poemario, entonces, abraza la tragedia histórica que en Sudamérica nos partió en dos, la de los setenta, pero no solo esa tragedia.
El exilio, sin el que este libro no sería posible, expulsó y expulsa a miles de sus tierras, diseminó y disemina el dolor y la nostalgia, pero a la vez nutre un sentir humanista. El exiliado aprende, más que nadie, a conjugar las palabras pueblo y dolor en plural. Y lejos del panfleto, nos sitúa en la devastación como pidiendo un freno a los dioses habidos o por haber.
Para terminar, retomo y expando un párrafo que escribí para la contratapa de De Amor y travesías. “La palabra poética irradia luz mientras hilvana con dulzura amores en plural (a padres, antepasados, mujeres, amigos, poetas, lugares, sueños, historias).
Los amores pueden durar instantes y marcar la vida o viceversa, y las travesías son puntos donde la memoria ata sus hilos desperdigados. Pero la matriz es el Chile recuerdo, el Chile infancia, el Chile que expulsa a Germán Rojas a un exilio del que retorna para anclar con un “gracias a la vida” entre sus líneas.
Y les leo, para terminar con sus palabras, unos versos de ERES, último poema del libro dedicado “a mi patria recobrada”. “Te busqué en los rincones todos del planeta, / un trozo de humo, una nube sigilosa, / una bocanada de aire jamás aprisionada / una jaula abierta, un río silencioso, / (…) un sueño inenarrable, una mirada escondida, / una recompensa de arcoíris jamás encontrada…
La recompensa se encuentra acá, en estas páginas, en el arcoíris de la poesía de Germán Rojas.
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