CULTURA|OPINIÓN
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20 años de la Biblioteca de Santiago: un espacio público del siglo XXI
En tiempos donde la supremacía de las redes sociales tiende a reforzar el individualismo y la lógica de la competencia, la Biblioteca de Santiago nos recuerda algo esencial: leer sigue siendo un acto humano, introspectivo, pero también comunitario.
Hace veinte años, el 11 de noviembre de 2005, Chile inauguró un proyecto cultural que cambió para siempre la forma de acercarse a la lectura, al conocimiento y a la cultura: la Biblioteca de Santiago.
Nació como un símbolo de un proyecto público moderno y de gran envergadura, una de las mayores inversiones para una biblioteca del país en el siglo XXI, en el contexto de una política cultural de los primeros años del retorno a la democracia, que intentaba recuperar la cultura como un eje transversal del desarrollo, después del retroceso y estancamiento ocurrido en nuestro país durante la dictadura civil militar.
Y así se consolidó como un espacio vivo, diverso y profundamente democrático. Un lugar donde todas y todos caben porque fue concebida para garantizar los derechos culturales de toda la ciudadanía, es aquí donde nace, por ejemplo, la primera Guaguateca de Chile así como espacios especializados para adultos mayores o jóvenes.
Levantada en un edificio art déco de 1928 antiguos almacenes de la Dirección de Aprovisionamiento del Estado, esta biblioteca pública fue concebida como un hito urbano y social. Su apertura marcó un punto de inflexión en la política cultural chilena: por primera vez, una biblioteca ofrecía servicios gratuitos, inclusivos, tecnológicos y abiertos los fines de semana, convirtiéndose en un referente del acceso equitativo a la lectura y a la información.
Desde entonces, millones de personas han cruzado sus puertas buscando algo más que libros: un lugar de encuentro, un refugio para la imaginación, un territorio común. En promedio, medio millar de personas visita cada día la Biblioteca de Santiago, lo que la convierte en uno de los espacios culturales más concurridos y queridos del país.
La Biblioteca de Santiago es hoy una institución emblemática, donde la lectura convive con las artes, la ciencia, el cómic, la música y la tecnología. Su misión ha sido clara desde el inicio: entregar oportunidades de acceso, aprendizaje y disfrute cultural para todas las personas, sin distinción de edad, género o condición. Esa vocación pública la ha convertido en un modelo para toda la Red de Bibliotecas Públicas de Chile.
Durante estas dos décadas, la Biblioteca ha sabido renovarse con una mirada contemporánea, abriendo nuevos espacios que reflejan los desafíos del siglo XXI. La Comiteca, con miles de títulos de cómics y mangas; la Sala de Creación, dedicada a talleres y oficios; la Sala de Artes Mediales, que acerca las nuevas tecnologías al arte y la experimentación; y la Sala Calma, pionera en inclusión y bienestar, son ejemplos de cómo la lectura dialoga hoy con el ocio creativo y educativo, esa forma de aprendizaje libre, reflexivo y comunitario que amplía las posibilidades del conocimiento y de la imaginación.
El valor de la Biblioteca de Santiago está tanto en su edificio – un espacio patrimonial recuperado para el uso público – como en sus colecciones, que reúnen miles de obras, memorias y lenguajes. Pero su aporte va más allá: ha sabido integrar el conocimiento, la participación y la tecnología en una experiencia cultural completa.
Su ecosistema digital amplía su presencia más allá de los muros físicos, fortaleciendo la mediación lectora y la participación ciudadana en entornos digitales. A ello se suma la labor de su Unidad de Estudios, que genera conocimiento sobre públicos, lectura, cultura digital y comunidad, contribuyendo a la mejora continua de los servicios públicos de lectura en todo el país.
La historia de la Biblioteca de Santiago se entrelaza con la de una política pública sostenida en el tiempo. Desde el Servicio Nacional del Patrimonio Cultural impulsamos una Red de Bibliotecas Públicas que abarca casi 700 servicios bibliotecarios en todo Chile, incluyendo bibliotecas regionales, comunales y bibliomóviles que recorren los territorios más apartados. Este sistema garantiza que el acceso a la lectura sea un derecho y no un privilegio.
Nada de esto sería posible sin recursos públicos. Y eso demuestra algo esencial: invertir en cultura y en bibliotecas no es un gasto, es una necesidad de primer orden porque es capaz de transformar y aportar felicidad a la vida de las personas. Es también una expresión concreta de participación democrática en la vida cultural del país, una inversión en la confianza social, en la educación continua y en la cohesión comunitaria. Cada libro adquirido, cada espacio abierto, cada actividad cultural financiada con fondos públicos es una apuesta por un país más feliz, solidario y humano.
Y más aún, porque estos espacios son hoy más necesarios que nunca. En una mirada de futuro, debemos pensar en más bibliotecas para el país, en nuestras ciudades y comunidades: bibliotecas que fortalezcan la integración social y nos ayuden a construir una sociedad más justa. Porque el arte, la creación, el patrimonio y la memoria no solo enriquecen el espíritu: son también herramientas que contribuyen al desarrollo humano, a la convivencia ciudadana y, también a enfrentar desafíos que hoy copan la agenda pública, como la seguridad y la violencia social.
A veinte años de su inauguración, la Biblioteca de Santiago ha demostrado que su mayor fortaleza está en sus trabajadoras y trabajadores: un equipo humano comprometido y permanente, que ha sostenido su misión y vocación pública con profesionalismo, sensibilidad y entrega. Ellos y ellas son quienes, día a día, hacen posible que este espacio siga vivo, acogedor y en constante evolución junto a su comunidad.
En tiempos donde la supremacía de las redes sociales tiende a reforzar el individualismo y la lógica de la competencia, la Biblioteca de Santiago nos recuerda algo esencial: leer sigue siendo un acto humano, introspectivo, pero también comunitario. En cada lectura compartida, en cada conversación que allí ocurre, se escribe una historia común: la de un país que cree en el conocimiento, en la cultura y en la fuerza transformadora de lo público.
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