Escuelas, estudiantes y profesores: expertos ignorados en el debate sobre violencia escolar
Señor director:
Los hechos de violencia escolar ocurridos en los últimos días —una riña con resultado de muerte en Melipilla, un ataque armado en un colegio de San Pedro de la Paz— son tan estremecedores como complejos. Ante situaciones así, es comprensible que crezca la preocupación. Lo inquietante es que, una vez más, las respuestas tienden a centrarse en medidas punitivas y dispositivos de control, como si el problema fuera solo de orden y seguridad, y no también de sentido, de vínculo, de formación.
Un ejemplo: esta misma semana, la Superintendencia de Educación sancionó a la Municipalidad de Temuco por instalar un pórtico detector de metales en un liceo. Lejos de revisar críticamente la medida, la respuesta del municipio fue anunciar la compra de dos pórticos más. Como si se tratara de una cuestión de fierros, y no de vínculos. Como si “resguardar la seguridad” pudiera reemplazar el trabajo educativo.
Desde la pandemia, el discurso sobre violencia en las escuelas ha ganado espacio en medios, redes sociales y declaraciones institucionales. Pero en medio de ese ruido, algo esencial queda fuera: las voces de quienes viven la escuela día a día. Estudiantes, profesores y comunidades escolares interpretan y dan sentido a lo que ocurre en sus aulas, pasillos y patios. Son expertos en esa experiencia concreta, pero rara vez son escuchados cuando se trata de entender y abordar el problema.
Se suele explicar la violencia escolar como algo que llega desde afuera: la familia, las redes, la salud mental. Pero cuando los hechos ocurren en la escuela, deben ser comprendidos como conflictos escolares. No es lo mismo que suceda en una casa o en un mall. Un estudiante que agrede a un profesor no se comporta igual con un vendedor o un guardia. La escuela, por tanto, no es solo escenario: es parte del conflicto, y también de su posible transformación.
Pese a ello, las respuestas institucionales insisten en lo superficial. Se instalan cámaras, se anuncian escáneres, se habla de “escuelas seguras” como si la seguridad fuera un atributo adicional. Pero una escuela no debería necesitar adjetivos. No debería ser “segura” ni “sana” como condición extraordinaria. Debería ser, simplemente, escuela: un espacio formativo, de vínculos, de enseñanza, de vida.
Mientras tanto, se consulta a autoridades, expertos externos o voceros gremiales. Pero pocas veces se pregunta a quienes habitan la escuela. ¿Qué piensan los propios estudiantes sobre la violencia que se vive? ¿Cómo la explican los profesores que están ahí cada día? ¿Por qué sus interpretaciones no forman parte del diseño de las respuestas? En lugar de protagonizar el debate, la comunidad educativa aparece como objeto de intervención.
Recuperar esas voces no es un gesto simbólico. Es una condición necesaria para comprender lo que ocurre y para construir formas de habitar la escuela que no se basen en el miedo ni en el control, sino en el vínculo, la confianza y la formación.
Pablo Castro
Universidad de La Serena