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Ulises, las sirenas y el Tribunal Constitucional Opinión

Ulises, las sirenas y el Tribunal Constitucional

Una parte importante del país contempla una vez más cómo, a tres décadas de derrotada la dictadura, nuestra democracia continúa “atando al mástil” la voluntad soberana del legislador y las expresiones de mayoría en el diseño de políticas públicas. Pero tan indeseable y contraproducente como lo anterior, resulta el fariseísmo de actores que, debiendo tener un compromiso con los resultados de la política, más bien actúan como especuladores en un mercado de políticas frustradas.


El mito de Ulises y las sirenas, contenido en el canto XII de la Odisea, relata el enfrentamiento de la razón y las pasiones circunstanciales que puede desviar a los sujetos de su destino. La teoría constitucional ha tomado este mito para representar la Constitución Política como un precompromiso y una autoobligación que restringe la libertad a cambio de –como diría el profesor Cass Sunstein– mantener a la sociedad protegida de su miopía y debilidad de la voluntad. Identificada esta tensión entre Constitución y soberanía del pueblo, ha sido frecuente la práctica de diseñar órganos “contramayoritarios” para reforzar ese propósito, evitando efectos no deseados de mayorías circunstanciales antidemocráticas o la afición utópica, que sucumbiendo al “canto de sirenas” podría conducir a caminos sin retorno.

Dicha perspectiva, de larga tradición en el pensamiento constitucional moderno, se expresa también bajo el principio de la “supremacía constitucional”, destinado a asegurar el cumplimiento de la Carta Fundamental mediante la correspondencia de las leyes a dicho cuerpo normativo. Este principio se resguarda de distinta manera en los regímenes democráticos, ya sea mediante un control de constitucionalidad ejercido por órganos judiciales, (por ejemplo, Corte Suprema o Tribunal Constitucional), no judiciales, (por ejemplo, poderes Ejecutivo y Legislativo o el electorado) o sui géneris (por ejemplo, Consejo Constitucional Francés u otro tipo de órgano que actúe bajo principios extrajurídicos). Y, por supuesto, dicho principio se puede resguardar de manera más o menos efectiva.

El Tribunal Constitucional (TC), creado por el Presidente Eduardo Frei Montalva en enero de 1970, disuelto en 1973 por la dictadura de Pinochet y repuesto por la Constitución de 1980, ejerce una función de control constitucional de la legislación y administración del Estado, pudiendo, en razón de sus atribuciones, invalidar leyes aprobadas por el Congreso Nacional, convirtiéndose en una especie de colegislador negativo.

Bajo este marco, el Tribunal Constitucional declaró en días pasados la inconstitucionalidad del artículo 63 de la ley Sobre Educación Superior que prohibía a las entidades con fines de lucro participar como sostenedores o propietarios de instituciones de educación superior. Este fallo plantea a lo menos dos grandes discusiones: la primera, referida a los alcances de la actuación del TC respecto de la emblemática ley que pretende eliminar todo vestigio del lucro en educación superior. Por otra parte, esta actuación lleva nuevamente a cuestionar la naturaleza del órgano jurisdiccional denominado TC: ¿estamos ante un órgano de naturaleza jurisdiccional o más bien de naturaleza política?

Respecto a la primera interrogante, la declaración de inconstitucionalidad del artículo 63 de la Ley de Educación Superior elimina aquella prohibición que impedía que fueran sostenedores personas jurídicas con fines de lucro. Se cuestiona políticamente el criterio esgrimido por el TC, al primar en su declaración criterios que privilegian la libertad de asociación por sobre el derecho a la educación, entendida como un bien social y no como un bien de consumo.

En este sentido, el problema consiste en determinar el alcance de la eliminación de dicha prohibición. La pregunta resulta ser si el proceso legal de eliminación del lucro en educación superior puede ser torcido por el control de la propiedad en estas instituciones. Lo cierto es que, a lo menos, esta eliminación supone afectar el espíritu que acompañó toda la discusión parlamentaria sobre la materia, autorizando a personas jurídicas con fines de lucro para que actúen como controladores de las entidades de educación superior, las que, de cumplir con los otros requisitos establecidos por la ley, podrán igualmente acceder a los recursos públicos de la política de gratuidad.

Algunos actores han señalado que la eliminación de este artículo no afecta en lo fundamental la prohibición del lucro, pero, si así fuera, ¿por qué razón la Corporación de Universidades Privadas recurre ante el TC para conseguir la declaración de inconstitucionalidad del texto íntegro del mencionado artículo?

Respecto al segundo tema, la discusión sobre la naturaleza política o jurídica del órgano que ejerce el control constitucional cada cierto tiempo reflorece, especialmente, cuando fallos del TC declaran la inconstitucionalidad de ciertos preceptos y se enfrentan a discusiones consideradas esenciales por nuestros legisladores.

En ocasiones, los propios parlamentarios se quejan por una supuesta aplicación discrecional de las facultades que se le entrega a este órgano, permitiendo por medio de sus fallos la generación de una legislación muy diferente a aquella manifestada por la voluntad soberana. Esto generará en el futuro, seguramente, discusiones en torno a la forma de limitar las facultades del órgano, pues para algunos representantes del Parlamento la propia definición de ley se encuentra en juego, ya que luego de este tipo de reveses se podría definir  la ley como “la declaración de la voluntad soberana que manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite”… si el Tribunal Constitucional lo permite. Esto es la tesis del TC como tercera cámara.

Sin embargo, en este punto debemos ser cuidadosos, pues la ley 20.381 (D.O. del  28/10/2009) que modificó la Ley 17.997 Orgánica Constitucional del Tribunal Constitucional, no fue el resultado de una dictadura o legislatura de facto. Por el contrario, el ingreso a la Cámara de Diputados en primer trámite constitucional de este corpus, se produjo por mensaje del ex Presidente Ricardo Lagos, siendo promulgada en el año 2009 por la ex Presidenta Michelle Bachelet. El mensaje enviado junto al proyecto de ley manifiesta que este era resultado del esfuerzo conjunto del Ejecutivo de la época, representantes del Tribunal Constitucional y de la Cámara de Diputados y del Senado. La referida ley fue objeto de discusión para su aprobación por muchos de los parlamentarios que aún se mantienen vigentes en el escenario político nacional.

No puede negarse que la autorización del legislador al juez constitucional para resolver los conflictos con cierto grado de discrecionalidad, le otorga un poder a la función judicial del TC que implica la posibilidad de revisar el contenido político que tiene este tipo de control. De hecho, quizás una de las facultades más relevantes que le fuera concebida al TC (que hoy resulta tan impopular), como es el pronunciamiento sobre inconstitucionalidad de preceptos legales, fue establecida por la ley modificatoria del año 2009. Complementariamente, la reforma constitucional de 2005 subió el número de integrantes del TC de 7 a 10, los que son nombrados de la siguiente manera: tres miembros por la Corte Suprema; tres miembros por el Presidente de la República; y cuatro por el Congreso Nacional (dos miembros elegidos por el Senado y dos miembros propuestos por la Cámara de Diputados).

Por otra parte, concurren dos circunstancias claves para explicar este desenlace –no deseado por las universidades estatales– en el proceso de elaboración de la nueva Ley de Educación Superior.

Primero, el tono oportunista y demagógico de actores relevantes que debieron tener una actuación pública frente al TC en la fase de control de constitucionalidad, en defensa del art. 63 de la Ley, e inexplicablemente no la tuvieron. Segundo, la ausencia de iniciativas desde los poderes Ejecutivo o Legislativo para generar una arquitectura de control constitucional para Chile que entregue garantías a todos los sectores en su actuación jurídica.

Ambas situaciones corresponden a omisiones inexcusables que han generado un escenario perverso para las universidades estatales y, por transitividad, para la función de control de constitucionalidad, cualquiera sea el órgano, su composición o atribuciones. Omisiones tan graves como para suponer que existe en nuestro país una economía política de los problemas no resueltos en sectores con fuerte tendencia al statu quo.

Las razones por las cuales los rectores de las universidades estatales no solicitaron audiencia para presentar en el TC, en defensa del interés de sus instituciones, siguen sin ser aclaradas. Igualmente esotéricas son las razones por las cuales en los cuatro gobiernos de la Concertación y en el de la Nueva Mayoría no existió iniciativa para resolver el problema del control de constitucionalidad, descuidando el fuerte cuestionamiento al TC por modificar, en múltiples ejemplos, el sentido de la legislación resultante del proceso parlamentario.

Jon Elster –teórico social y político noruego– ha señalado, en su libro Ulises Desatado, que la idea de Constitución Política como precompromiso puede resultar inútil o contraproducente si se aleja del sentido común o impide sistemáticamente la expresión de la mayoría. Este es el caso de la decisión mencionada del TC, al apartarse del espíritu de la discusión parlamentaria sobre la Ley de Educación Superior y alejarse del sentido común de buena parte de la opinión pública cuando enerva el ejercicio del gobierno mayoritario en el proceso legislativo. Carece de toda lógica plantear que la prohibición del lucro en los controladores de las instituciones educativas, en los términos planteados en la disposición cuestionada, sea una especie de “canto de sirenas” que podría menoscabar o lesionar el interés del pueblo. Y es en ese punto donde la actuación del TC se aleja del fundamento de las instituciones “contramayoritarias” para convertirse en una actuación potencialmente ideológica.

En este contexto, una parte importante del país contempla una vez más cómo, a tres décadas de derrotada la dictadura, nuestra democracia continúa “atando al mástil” la voluntad soberana del legislador y las expresiones de mayoría en el diseño de políticas públicas. Pero tan indeseable y contraproducente como lo anterior, resulta el fariseísmo de actores que, debiendo tener un compromiso con los resultados de la política, más bien actúan como especuladores en un mercado de políticas frustradas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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