Publicidad
El endurecimiento del poder blando de Estados Unidos Opinión Archivo

El endurecimiento del poder blando de Estados Unidos

Publicidad
Juan Pablo Glasinovic Vernon
Por : Juan Pablo Glasinovic Vernon Abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC), magíster en Ciencia Política mención Relaciones Internacionales, PUC; Master of Arts in Area Studies (South East Asia), University of London.
Ver Más

La administración Trump, desde su lógica mercantilista, puede pensar que está acrecentando la prosperidad y el poder del país, pero los perjuicios en el largo plazo claramente excederán las ganancias del momento. El poder duro doblega y obliga y para él no hay amigos sino subordinados.


En la última década del siglo pasado, el internacionalista y politólogo estadounidense Joseph Nye creó el concepto del “poder blando” (soft power), el que desarrolló por primera vez en su libro La naturaleza cambiante del poder norteamericano, el cual se ha convertido en un término muy utilizado para analizar las relaciones internacionales. Este concepto se contrapone al de “poder duro” (hard power).

Mientras este último consiste en modificar el comportamiento de otros Estados mediante el uso o la amenaza del poder militar o la presión económica, el poder blando busca persuadir, más que obligar, a otros países. Así, el poder blando es mucho menos tangible que el duro: se basa en la imagen de un país y su sociedad, el alcance de su diplomacia, sus manifestaciones culturales, como el cine, la gastronomía o la música, o los valores políticos que defiende. Todo ello puede servir para modificar la percepción y el comportamiento de terceros Estados.

Habiendo presenciado décadas de relaciones internacionales y de la evolución de la política exterior estadounidense, Nye fue puliendo y profundizando su estudio del poder y de sus manifestaciones en la arena global, con diversas publicaciones. Como corolario y muy sucintamente, Nye estableció que la política exterior más exitosa es la que combina bien los poderes blando y duro, lo que denomina “poder inteligente” (smart power).

Mientras el poder duro genera efectos inmediatos o en el corto plazo, el poder blando requiere de persistencia y tiempo, pero en contrapartida su influencia es más duradera.

Durante la Guerra Fría, Estados Unidos empezó a desarrollar una política exterior con un fuerte componente de poder blando para contrarrestar el poder soviético y sus aspiraciones hegemónicas, teniendo como pilares de esa estrategia su democracia y estilo de vida, el famoso american way of life.

Frente a la fuerza militar soviética y el gris estilo de vida impuesto por un estricto control y dirigismo de los partidos comunistas, las distintas sociedades veían en Estados Unidos una tierra de libertad y oportunidades. Esto no solo atrajo alianzas con EE.UU. y afirmó sistemas democráticos, también deslegitimó al sistema soviético en los países bajo su control. Un ejemplo paradigmático de aquello es el muro de Berlín, construido para evitar la fuga masiva desde el paraíso socialista al vil capitalismo.

El recurso al poder blando –respaldado por la capacidad militar y económica de Estados Unidos– convirtió a este país en la primera potencia en forma indiscutible tras la caída soviética. Sin embargo, en el siglo XXI esa primacía se fue erosionando, tanto por el ascenso de otros Estados, y especialmente de China, como por el propio deterioro económico y político doméstico.

Este deterioro coexistió, tanto en sus causas como en sus efectos, con la irrupción de sectores políticos aislacionistas y que reivindicaban el poder duro para imponer su agenda mundial. Hasta que finalmente llegaron al control del Gobierno de la mano de Donald Trump. En su primer mandato hubo un claro giro hacia la preponderancia del poder duro como rector de la política exterior.

Habiendo sido derrotado Trump en su intento de ser reelecto, la administración Biden procuró restaurar la esencia del poder blando estadounidense, aunque manteniendo varias de las políticas de su antecesor, incluyendo la guerra comercial con China.

Con la vuelta al poder de Trump, y con una asombrosa velocidad, la política exterior de Estados Unidos ha vuelto a una versión casi clásica de poder duro. Ello ha quedado de manifiesto en múltiples áreas, destacando el alza unilateral de aranceles o la amenaza de hacerlo para obtener concesiones de todo tipo, al mismo tiempo que se ha desmantelado buena parte de la red de entidades que encarnaban la diplomacia pública de Estados Unidos, desde la Voz de América hasta USAID y una multiplicidad de programas de asistencia, estudios e intercambios.

La fructífera vida de análisis de Joseph Nye alcanzó a presenciar este movimiento pendular, habiendo fallecido este autor hace solo algunas semanas. Paradójicamente, como un histórico e ilustre académico de Harvard, fue testigo de cómo un emblema del poder blando de su país, como es esa universidad, está siendo destruido.

La administración Trump ha estado asfixiando de manera constante a la Universidad de Harvard, la institución de enseñanza superior más antigua, prestigiosa y rica del país. El Gobierno la acusa de fomentar el antisemitismo, además de promover el liberalismo y la diversidad.

Desde que asumió el cargo, la administración Trump ha lanzado al menos ocho investigaciones de al menos seis agencias federales. Ha buscado cambios fundamentales en la forma en que opera la universidad y la negativa de esta a plegarse a esos dictados ha acentuado la acción gubernamental.

Cuando la universidad presentó una demanda el mes pasado para desafiar las demandas del Gobierno, la administración Trump recortó 3.200 millones de dólares en fondos federales para dicha institución. Ante la persistencia de su desafío, la Casa Blanca anunció esta semana que recortará otros 100 millones de dólares en subvenciones, lo que constituiría una ruptura completa con la universidad.

El Gobierno también ha anunciado que pondrá fin a la posibilidad de Harvard de matricular a estudiantes extranjeros, advirtiendo a este segmento que deben trasladarse a otro lugar o arriesgar su estatus de visado. También ha amenazado su condición de exención fiscal. A todo lo anterior se suma la suspensión de las solicitudes de visado de estudiantes extranjeros que postulan a universidades de Estados Unidos, mientras se consideran nuevas directrices para examinar sus cuentas de redes sociales.

Aun cuando la universidad ha logrado bloquear las medidas más extremas, su futuro es incierto y el daño que se está infligiendo puede ser irreversible.

Para el Gobierno de Trump, la oportunidad de estudiar en Estados Unidos es un privilegio, no un derecho.

En 2023-2024 había más de 1.1 millones de estudiantes extranjeros en Estados Unidos. En Harvard hay unos 7.000 estudiantes extranjeros, el 27% del alumnado. Algunas universidades tienen más. Los estudiantes extranjeros suelen pagar la matrícula completa y reciben poca o ninguna ayuda financiera. Negarles la admisión transformará las finanzas universitarias y obligará a otros estudiantes a compensar la diferencia. La enseñanza superior será más cara para todos los que deseen cursarla.

Adicionalmente y como consecuencia del continuo enrolamiento de talentosos estudiantes extranjeros, más de la mitad de los investigadores postdoctorales de Harvard son extranjeros. Son fundamentales para la investigación que ha producido avances decisivos en medicina, ciencia, tecnología y otros campos. La eliminación de las subvenciones y ayudas federales causará un daño similar en el campo de la investigación.

Desde la toma de posesión de Trump, se calcula que se han producido recortes de 11.000 millones de dólares en el gasto federal destinado a la investigación universitaria. Esto no solo está generando una gran fuga de talentos hacia otros países, derechamente está amenazando el liderazgo de Estados Unidos en ciencia e innovación y, en consecuencia, su prosperidad.

Aunque el impacto económico de esos recortes puede estimarse, las pérdidas para la influencia y la imagen de Estados Unidos son incalculables. Estas políticas han alimentado la creencia de que Estados Unidos ya no acoge a los extranjeros, como visitantes o inmigrantes, una idea que ha sido fundamental para la nación desde su fundación. La libertad para desarrollarse profesional, económica e intelectualmente, independientemente del origen de la persona, ha sido el lubricante del motor del éxito estadounidense y el sustento del “sueño americano”.

Las universidades estadounidenses han sido la envidia del mundo. Ahora son el objeto de medidas que atentan contra su esencia misma y que, por lo mismo, afectarán su calidad académica y su rol de fuente de innovación y conocimiento.

Otros países están reconociendo el impacto de estas políticas y están aprovechando de atraer estudiantes, académicos e investigadores desde Estados Unidos.

La administración Trump, desde su lógica mercantilista, puede pensar que está acrecentando la prosperidad y el poder del país, pero los perjuicios en el largo plazo claramente excederán las ganancias del momento. El poder duro doblega y obliga y para él no hay amigos sino subordinados. Y como sabemos, quien teme, apenas cesen las condiciones de ese temor, buscará otras alternativas, incluso pudiendo ir contra quien lo dominaba.

Nye ha muerto, pero su distinción sobre los tipos de poder y sus efectos siguen vigentes y probablemente las consecuencias que recogió desde la perspectiva histórica se volverán a observar. En algunos años es probable que se volverá a valorar el poder blando y su combinación para generar el poder inteligente. Pero, para entonces, puede que ese poder haya cambiado de manos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.

Publicidad