
Nuevos consensos para el crecimiento
El próximo ciclo político será, más que una contienda ideológica, una prueba de madurez histórica: la de una sociedad capaz de reconciliar crecimiento con justicia, institucionalidad con transformación, y esperanza con exigencia.
Chile enfrenta una nueva encrucijada histórica. A pocos meses de iniciarse el debate presidencial que definirá el rumbo del país entre 2026 y 2029, los desafíos acumulados durante más de una década de bajo crecimiento, polarización institucional y demandas sociales insatisfechas exigen una reflexión renovada sobre el tipo de liderazgo que puede marcar una diferencia real.
Lejos de insistir en las antinomias que han empobrecido el debate público –Estado versus mercado, crecimiento versus igualdad, seguridad versus libertad–, el momento exige una mirada madura, capaz de rearticular una agenda de desarrollo que recupere el sentido de propósito colectivo.
Los países que han logrado superar ciclos de estancamiento no lo han hecho bajo el influjo de ideologías rígidas, sino a través de liderazgos que supieron combinar pragmatismo económico con sensibilidad social, compromiso democrático con visión estratégica. La experiencia internacional muestra que el progreso sostenido surge allí donde el crecimiento económico es entendido como una condición necesaria, pero no suficiente, para alcanzar una sociedad más inclusiva. De igual manera, las políticas redistributivas más efectivas han sido aquellas que han sabido anclarse en una base productiva sólida y dinámica.
En este nuevo ciclo, Chile necesita un Gobierno que no tema hablar de crecimiento, inversión y productividad, no como consignas tecnocráticas, sino como condiciones habilitantes para garantizar derechos, sostener el Estado social y proyectar al país en un mundo cada vez más competitivo. Pero también necesita un liderazgo que entienda que los equilibrios macroeconómicos, por sí solos, no resuelven las fracturas de confianza ni los déficits de cohesión que hoy atraviesan a la sociedad chilena. Se requiere un proyecto de país que recupere la legitimidad del diálogo, que convoque a empresarios, trabajadores, regiones y comunidades a construir en conjunto una nueva etapa de progreso.
No se trata de refundar todo ni de volver al pasado, sino de recomponer una narrativa de futuro en la que el crecimiento económico, la justicia social y la estabilidad institucional no sean vistos como objetivos en tensión, sino como partes de un mismo proyecto civilizatorio. Esto implica recuperar la capacidad del Estado para orientar estratégicamente el desarrollo, pero también fortalecer la institucionalidad democrática, promover la innovación desde el sector privado y abrir espacios reales de deliberación pública.
En este horizonte, las proyecciones de inversión para el período 2025-2029 permiten albergar un optimismo fundado. Según cifras del Consejo de Políticas de Infraestructura, la cartera estimada de proyectos alcanza los US$ 67.457 millones, de los cuales US$ 54.574 millones corresponden al sector privado y US$ 12.883 millones al sector público.
Minería y Obras Públicas concentran cerca de dos tercios de esta inversión quinquenal, reflejando no solo una reactivación significativa respecto de años anteriores, sino también una apuesta estratégica por dinamizar la productividad, modernizar la infraestructura y mejorar la cohesión territorial. Esta cartera, aunque inferior al extraordinario flujo registrado entre 2010 y 2015, representa la mayor cartera de inversiones en más de una década, favorecida por la disminución de incertidumbres regulatorias y por un renovado interés por parte del capital privado.
Sin embargo, para que estas oportunidades se concreten, es indispensable abordar con decisión los obstáculos estructurales que lastraron la inversión en la última década. Un estudio reciente del Centro de Estudios Públicos estima que la carga burocrática asociada al sistema de permisos –permisología– representa un costo económico equivalente al 7,3% del PIB, es decir, cerca de US$ 22.000 millones anuales.
Reducir estas trabas no solo es una cuestión de eficiencia administrativa: permitiría, según las proyecciones, aumentar en 0,7 puntos porcentuales la tasa de crecimiento del PIB durante la próxima década.
El nuevo ciclo político encontrará al país con una cartera robusta de proyectos, cuya concreción dependerá de la capacidad del Estado para remover obstáculos y generar confianza sostenida. Pero también una oportunidad única: la de demostrar que Chile sigue siendo capaz de renovarse sin abandonar su vocación democrática, de crecer sin dejar a nadie atrás, de imaginar un futuro mejor sin repetir los errores del pasado. Esa esperanza –racional, fundada, posible– es la que debe alimentar desde ahora el debate presidencial.
No se trata de elegir entre extremos, sino de construir una mayoría capaz de gobernar con convicción, apertura y sentido de destino. En esa tarea, el país aún tiene mucho que ofrecer. En suma, el próximo ciclo político será, más que una contienda ideológica, una prueba de madurez histórica: la de una sociedad capaz de reconciliar crecimiento con justicia, institucionalidad con transformación, y esperanza con exigencia.
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