
Prometen chimeneas, pero venden humo
El siglo pasado construyó prosperidad alrededor de la fábrica porque era el mejor medio técnico para transformar energía, materiales y esfuerzo humano en bienes valiosos. Hoy esa tarea la cumple, cada vez más, la inteligencia distribuida que conecta servicios, datos e innovación.
La nostalgia por la chimenea encendida y el silbato de la fábrica ha vuelto a contagiar a políticos desde Washington a Nueva Delhi. Prometen que, con aranceles altos o subsidios cuantiosos, las líneas de ensamblaje volverán como antaño a ofrecer empleos seguros y salarios de clase media. La fantasía ignora que la economía cambió de motor y de que hoy la riqueza se genera sobre todo en los servicios, la logística digital, la salud y los oficios vinculados a la transición energética. Incluso si la industria “regresa”, lo haría sin su antiguo ejército de obreros.
En la década de 1970, casi una cuarta parte de los trabajadores estadounidenses llevaba overol; hoy lo hace menos de uno de cada diez, y solo el 4 % pisa físicamente una planta. Alemania, Corea y Japón, exportadores netos de bienes, muestran la misma curva descendente. China, que muchos ven como prueba de lo contrario, perdió más de veinte millones de puestos fabriles entre 2013 y 2023, mientras su producción industrial seguía batiendo récords. Entonces solo se puede concluir que la automatización y la deslocalización son fuerzas universales y que no es algo exclusivo de los Estado Unidos de América.
Quien crea que bastan aranceles para traer de vuelta los buenos empleos ignoran la aritmética. Cerrar por completo el déficit comercial de bienes de EE.UU., de 1,2 billones de dólares, generaría apenas tres millones de nuevos puestos, y solo la mitad estaría realmente en la línea de producción. El sobrecosto anual para los consumidores rondaría los 600 mil millones de dólares, el equivalente a subvencionar cada trabajo “salvado” con unos 200 mil dólares.
Ese precio se pagaría, además, por ocupaciones cada vez menos atractivas: el antiguo “premio salarial” de la manufactura ha desaparecido y la sindicalización cayó de uno de cada cuatro obreros en los ochenta a menos de uno de cada diez.
Mientras tanto, los empleos que sí crecen parecen otros. Técnicos de climatización, instaladores de fibra, electricistas solares, mecánicos de precisión. Siete millones de estadounidenses ya trabajan en oficios que pagan en torno a 25 dólares la hora, con tasas de sindicalización superiores al promedio y demanda al alza gracias a la modernización de infraestructuras.
Otros cinco millones ocupan puestos de reparación y mantenimiento con salarios mejores que los de la planta. No son empleos “glamorosos”, pero replican los atributos que hicieron valiosos los trabajos fabriles del pasado con condiciones decentes, estabilidad y accesibilidad para quienes no tienen título universitario.
La inteligencia artificial amplifica este viraje. Casi cualquier ocupación, desde la enfermería a la logística, requiere ya familiaridad con herramientas digitales y capacidad de adaptación rápida. El economista Dani Rodrik apunta que la política industrial debería centrarse en elevar la productividad de estos sectores intensivos en mano de obra (salud, cuidados, logística, servicios climáticos) en lugar de subsidiar cadenas de montaje altamente robotizadas.
Eso implica reformar la formación técnica, eliminar licencias absurdas, facilitar la adopción de IA en pymes y negociar estándares laborales sectoriales que garanticen salarios de clase media.
Algunos defensores de la “reindustrialización” invocan la seguridad nacional, pues los shocks de la pandemia y la guerra en Ucrania demostraron la fragilidad de ciertas cadenas de suministro. Nadie discute la conveniencia de almacenar semiconductores críticos o reforzar la producción de munición. Pero las plantas de drones y de tostadoras no son intercambiables, y confundir autopartes con misiles conduce a subsidios generalizados que poco aportan a la defensa.
De hecho, la experiencia bélica reciente muestra que la innovación y la multiplicación de la producción resultan más de la cooperación entre aliados y la flexibilidad de redes diversas que del encierro tras fronteras aduaneras.
El error de fondo es creer que el desarrollo depende de fabricar objetos tangibles dentro del propio territorio. India ha crecido vigorosamente, aún con una participación manufacturera del PIB diez puntos por debajo de la meta que proclama Nueva Delhi. China, pese a su gigantismo industrial, lucha por recuperar ritmo económico. El valor añadido de la industria sigue importando, pero no requiere emplear a millones de operarios; las plantas de hoy son densas en capital y en software, no en personas.
Queda, por supuesto, la melancolía cultural. En el siglo XX, el humo de la fábrica sustituyó el ideal agrario del siglo XVIII como metáfora del trabajo noble y productivo. Sin embargo, al igual que la mecanización redujo drásticamente los jornales rurales sin extinguir la agricultura, la automatización disminuye la plantilla industrial sin detener la producción. Resistirse a esa dinámica tecnológica es tan estéril como hubiera sido prohibir el tractor para salvar empleos con azadón.
Para un país pequeño y abierto como Chile, la preparación pasa por orientar su capital humano hacia oficios tecnológicos y sostenibles de demanda global: técnicos en electromovilidad, almacenamiento solar y mantenimiento de redes inteligentes; programadores de IA aplicada a la minería; especialistas en logística portuaria de alto valor; instaladores de paneles solares, reparadores de maquinaria médica, cuidadores especializados.
Ello implica ampliar la formación dual, acelerar certificaciones rápidas, aprovechar los tratados de libre comercio para exportar servicios profesionales y respaldar la reconversión laboral con seguros de desempleo portables y convenios empresa-centro de formación que actualicen habilidades en meses, no en décadas. No existe mejor manera de lograr dignidad, salario justo y movilidad social.
El siglo pasado construyó prosperidad alrededor de la fábrica porque era el mejor medio técnico para transformar energía, materiales y esfuerzo humano en bienes valiosos. Hoy esa tarea la cumple, cada vez más, la inteligencia distribuida que conecta servicios, datos e innovación.
La economía del siglo XXI no se atornilla, se programa, se repara y se cuida; no funciona a vapor, sino a ideas; y no depende de muros aduaneros, sino de talento capaz de adaptarse al trabajo que ya está naciendo. Quien prometa un retorno masivo al overol vende nostalgia; quien apueste por talento adaptable y cadenas abiertas invierte en el único recurso que se revaloriza con el tiempo: la capacidad humana.
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