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Nueva ley de adopción: un avance necesario, pero aún no suficiente Opinión

Nueva ley de adopción: un avance necesario, pero aún no suficiente

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Paulina Fernández Moreno
Por : Paulina Fernández Moreno Psicóloga. Doctora en Estudios Interdisciplinares de Género. Académica de la Escuela de Psicología, Universidad Católica Silva Henríquez. Terapeuta e investigadora en adopción, infancia, género y derechos humanos.
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Es de toda coherencia que, si se ha abierto la puerta a familias y personas diversas que quieren adoptar, ahora se dé un paso más: con subsidios, acompañamiento pre y post adoptivo, y apoyos reales.


Nada más escaso —y más bienvenido— en estos días que un acuerdo transversal. Sobre todo, si se ha alcanzado tras 12 años de discusión parlamentaria, intermitente y compleja. La aprobación de una nueva Ley de Adopción es una gran noticia para todos: devuelve la esperanza en la acción política —en el mejor sentido de la palabra— como una herramienta al servicio de los grupos más vulnerables. La importancia de este logro es que con él se aprueba una norma que transforma algunos de los pilares estructurales del sistema de adopción chileno que, por décadas, sostuvieron exclusiones injustificadas, cuyas consecuencias las sufrieron muchos niños y niñas bajo cuidados alternativos.

La nueva ley rompe, por fin, con el orden de prelación mandatado por la antigua legislación: una jerarquía en la que solo los matrimonios (heterosexuales) residentes en Chile tenían la primera prioridad para adoptar. En segundo lugar, podían hacerlo los matrimonios residentes en el extranjero, y en último lugar quedaban las personas solteras, viudas o divorciadas. Este orden contradecía directamente el principio de la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) y de la Convención de La Haya, que establecen que debe priorizarse la búsqueda de familias lo más cercanas posible al entorno del niño o niña, reservando la adopción internacional como última ratio.

La Ley de Matrimonio Igualitario, antes que la Ley de Adopción, habilitó a los matrimonios del mismo sexo para adoptar. Sin embargo, toda otra configuración familiar por fuera del vínculo conyugal seguía quedando al margen. Este orden de cosas restringía las posibilidades de que personas con alta motivación y capacidad para construir una familia con hijos adoptivos fueran reconocidas por el sistema, quedando marginadas y desplazadas, y reduciendo así las alternativas de familia para los niños y niñas adoptables. La nueva ley viene a corregir ese despropósito —en buena hora— para ellos y para la sociedad en su conjunto.

La norma aprobada también corrige otro grave problema: el tiempo prolongado que niños y niñas permanecen en el sistema de protección, mientras se determina judicialmente si pueden regresar con su familia de origen o si serán declarados adoptables. Este proceso suele estar mediado por múltiples intervenciones con la familia de origen que, muchas veces, se extienden sin grandes logros, con un alto nivel de fragmentación y escasas posibilidades de cambio. 

En la base de todo ello persiste un orden social donde la seguridad social no está articulada ni cuenta con recursos suficientes —ni adecuados— para propiciar transformaciones reales. Familias que, en muchos casos, están conformadas por madres solas que enfrentan múltiples dificultades: violencia de género, consecuencias del tráfico y consumo de drogas, o problemas graves de salud mental. Mujeres que no logran —o, a veces, no desean— hacerse cargo del cuidado de sus hijos.

Así, los niños y niñas envejecían dentro del sistema, aumentando las probabilidades de que se profundizara el daño en diversas esferas de su desarrollo, y disminuyendo sus posibilidades de ser considerados elegibles por quienes buscan formar familia por adopción. Es así: la mayoría de las personas que desean adoptar sueña con un hijo o hija muy pequeño, de preferencia un bebé, y definitivamente sano. Este sistema de preferencias está atravesado por un imaginario dominante de familia: la idea profundamente arraigada de que los lazos de sangre, en la filiación, son los únicos que cuentan como verdaderos. Por eso, durante años, la adopción ha sido vista —y sentida— por buena parte de la población como una forma de maternidad o paternidad menos auténtica.

Con esa imagen de la biología predominando en muchas cabezas, la idea de prohijar a un niño o niña que ya ha pasado la barrera de la primera infancia no resulta ‘natural’ para muchas personas. Menos aun cuando ese niño o niña ya ha entrado en la adolescencia. Así las cosas, resulta un avance significativo que la nueva ley logre reducir los plazos de espera para que un niño, niña o adolescente sea declarado adoptable. En lugar de pasar años dentro del sistema —o entrando y saliendo de él—, tendrá ahora una espera máxima de un año, con una prórroga de hasta seis meses, para que un juez determine si será —o no— declarado adoptable.

Además de los dos grandes logros ya señalados, la ley incorpora otras medidas de gran valor: por un lado, la posibilidad de que un niño, niña o adolescente pueda mantener comunicación y contacto con su familia de origen —si se evalúa que ello va en su beneficio directo—; y por otro, la opción de que quienes han estado en una familia de acogida por más de un año puedan ser adoptados por quienes los han cuidado, siempre que sean evaluados como idóneos para adoptar.

Ambas medidas favorecen de manera sustancial, especialmente a los niños y niñas más grandes que se encuentran en el sistema: no interrumpen los vínculos con miembros de su familia de origen que no fueron parte del círculo de vulneración —como hermanos, alguna tía, un abuelo o, a veces, los mismos padres—. Por otro lado, si han sostenido una relación afectiva prolongada con una familia de acogida, podrán ahora permanecer en ella, esta vez de manera definitiva.

Ahora bien, es necesario mantener los ojos abiertos frente a los desafíos que estos avances también nos plantean. Como se ha dicho, en nuestra cultura los lazos de sangre —así como las miradas capacitistas sobre la familia y la infancia— siguen teniendo un enorme peso. Y sabemos que los imaginarios sociales no se transforman por decreto, aunque las leyes también construyen realidad y, en ese sentido, forman parte de los engranajes que mueven la cultura. En nuestra sociedad, los niños, niñas y adolescentes mayores siguen siendo poco buscados para ser adoptados o acogidos. Los adolescentes, menos que menos.

En ese escenario, aunque un niño, niña o adolescente pase rápidamente a la condición de adoptable, no sabemos cuánto tiempo pasará hasta que una familia lo elija. Es lo que algunos profesionales vinculados al sistema han denominado ‘el fantasma de los niños sin enlace’ (Fernández, 2023). Esa espera —a la que también se ha llamado “el limbo”— se sostiene en expectativas y temores anclados en una visión biologicista del lazo filiativo, y también en un miedo —a veces fundado— de no tener la fuerza suficiente para revertir la mochila de adversidad que la vida le ha hecho cargar a ese niño o niña.

Lo que sigue, entonces, es —sin duda— seguir visibilizando los desafíos pendientes del Estado, atendido el rol que le cabe en la protección integral de la infancia. Por un lado, impulsar un cambio cultural en torno a la diversidad familiar, entendida no solo como distintas formas de estar —o no— en pareja, sino también como diversas formas de criar. Para ello, es fundamental dar voz e incidencia a las familias adoptivas que han construido experiencias diversas y satisfactorias, y también a los profesionales de la adopción que se han atrevido a innovar con prácticas que empujaron —desde los márgenes, y muchas veces en silencio— el cambio que hoy se consagra en la ley.

Por otro lado, no se puede dejar de insistir en el deber del Estado de asumir que aquellos niños, niñas y adolescentes que han sido vulnerados, y que han pasado por su sistema de protección, al ser adoptados deben seguir siendo su corresponsabilidad hasta su adultez. En un momento en que comienza a visibilizarse el trabajo de cuidados como una tarea que requiere inversión —de tiempo, dinero, afecto y esfuerzo—, es imprescindible seguir una línea coherente: las familias adoptivas, especialmente aquellas que se abren a criar niños y niñas más grandes, o con distintas dificultades en su salud física o mental, necesitan un apoyo estatal sólido que les permita sostener ese acto —profundamente político y afectivo— que es hacerse cargo. 

Es de toda coherencia que, si se ha abierto la puerta a familias y personas diversas que quieren adoptar, ahora se dé un paso más: con subsidios, acompañamiento pre y postadoptivo, y apoyos reales. Lo anterior, para que la implementación de esta nueva ley no deje, como relato colateral no deseado, la triste y larga fila de niños y niñas adoptables sin enlace, que en su espera podrían, simplemente, llegar a desesperar.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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