
Están aquí
Esta columna se titula “Están aquí”, a modo de provocación. Porque así miran algunos a la población extranjera, como ajenos, intrusos, alienos.
Que un diputado socialista haya apelado a la defensa de “empanadas y vino tinto” frente a “arepas y ron” no solo sorprende: preocupa. Porque no se trata de una metáfora inofensiva ni de un desliz anecdótico, sino de un síntoma claro de cuánto ha calado el nacionalismo populista incluso en sectores históricamente vinculados a la solidaridad internacionalista. Más aún cuando se llega a ridiculizar, como bien señaló la comunidad venezolana en Chile, la cultura de otro pueblo que ha debido emigrar por razones dramáticas. Este tipo de discurso odioso ya no es patrimonio exclusivo de la derecha más recalcitrante.
El contexto de las declaraciones –la discusión sobre el derecho a voto de personas extranjeras avecindadas en Chile– permite entrever su trasfondo: el temor de que una eventual participación electoral de migrantes, en especial venezolanos, favorezca a sectores de derecha. Se olvida, sin embargo, una obviedad histórica y humana: quien ha debido huir de un país, ya sea por hambre, inseguridad o por la farsa autoritaria de un régimen que se proclama de izquierda, difícilmente querrá apoyar a quienes reivindican esa experiencia en Chile. Sería tan improbable como imaginar a los exiliados chilenos de los años 70 votando en Europa o en América Latina por las derechas simpatizantes de Pinochet.
En Chile, el derecho al sufragio para extranjeros está reconocido desde 1980 en el Artículo 14 de la Constitución, que establece que los extranjeros avecindados en el país por más de cinco años, y que cumplan los requisitos generales del artículo 13, pueden votar en todas las elecciones, incluidas las presidenciales y parlamentarias.
Es cierto, esto contrasta con la práctica general en el mundo, donde la mayoría de los países reserva el voto en comicios nacionales solo a sus ciudadanos. En Europa, por ejemplo, el sufragio extranjero suele limitarse a elecciones locales, y en países como Estados Unidos, Alemania o Francia, solo los nacionales pueden participar en la elección del jefe de Estado o de los legisladores.
En este contexto, no parece fuera de lugar plantear –sin la fiebre ni el oportunismo electoralista– un debate sereno sobre la posibilidad de acotar el derecho a voto en elecciones presidenciales y legislativas a los extranjeros que hayan optado por la nacionalización chilena. No se trata de excluir, sino de fortalecer el vínculo cívico con quienes deciden hacer de este país su patria definitiva.
A propósito de la ciudadanía chilena, en Chile, la nacionalidad puede adquirirse principalmente por ius sanguinis (por nacimiento de madre o padre chileno) o por ius soli (nacer en territorio nacional), mecanismos que afianzan la pertenencia biológica y territorial. Sin embargo, abrir nuevas vías de acceso, contemplando modelos como el ius scholae –que actualmente se debate en Italia– puede enriquecer nuestra visión de comunidad.
En ese país, se propone que niños o adolescentes extranjeros que hayan cursado al menos cinco a diez años de educación formal en Italia accedan a la ciudadanía; una iniciativa apoyada incluso por sectores del centroderecha, que ven en ella un pacto social basado en la integración cultural y el compromiso cívico. Esta experiencia demuestra que la ciudadanía no solo puede fundamentarse en un vínculo sanguíneo o territorial, sino también en un arraigo híbrido y educativo, estructurado.
Extender la nacionalización a quienes se han forjado culturalmente en Chile no significa “chilenizar” a la fuerza, sino integrar sin asimilar, respetando los lazos culturales de origen de sus familias y avanzando hacia una sociedad más abierta, multiétnica y multicultural. Enriquecer lo propio no exige negar lo ajeno.
En otro aspecto, los temores de que los extranjeros dañen la economía, el empleo o saturen los servicios públicos (temores muy populares, ni que decir) están desmentidos por la evidencia. Un estudio de porCausa Chile revela que en 2024 los migrantes aportaron un 10,3 % del PIB (reportado por diversos medios nacionales), actuando como motor del crecimiento económico nacional. Además, entre 2013 y 2023, casi la mitad del aumento del PIB se atribuye a la expansión de la población migrante, tanto por su alta tasa de participación laboral como por su menor desempleo.
Desde una perspectiva fiscal, aportan significativamente más de lo que reciben: en 2023 generaron CLP 863.000 millones (cerca de 1.000 millones de dólares), equivalentes al 0,3 % del PIB del país, explicado por impuestos al consumo (IVA), cotizaciones previsionales y de salud (AFP y Fonasa o isapres), impuesto a la renta y patentes comerciales, permisos y trámites migratorios.
No se trata de un fenómeno puntual, sino de una contribución estructural que sostiene el modelo de bienestar social alcanzado. Lo que en verdad necesitamos es integrar la población inmigrante de forma regulada y humanista, no cerrar fronteras ni levantar muros a servicios sociales a “los otros”, seres humanos que solo tienen un pasaporte distinto.
Como he sostenido en columnas previas, una política migratoria seria debe ordenar y regular el ingreso, filtrando mediante mecanismos eficaces e inteligentes la entrada de bandas criminales y redes transnacionales. Pero ello no puede ser excusa para caer en prácticas inhumanas o barbaridades populistas, como la propuesta de sembrar minas antipersona en la frontera norte del país, formulada por la diputada Camila Flores (RN) y recién refrendada por el senador José Miguel Durana (UDI), quien propuso salir de la Convención de Ottawa que veta esas inhumanas armas.
Acoger a quienes huyen del hambre, de la persecución o del colapso de sus países no es un gesto de ingenuidad, es un acto de humanidad. Es entender que pocos dejan su tierra por capricho, y que buscar una vida mejor –en paz, con trabajo y dignidad– es un derecho elemental. Chile ha sido, en distintos momentos de su historia, tierra de refugio y esperanza. Mantener abierta esa puerta, con reglas claras pero con la mano tendida, no solo nos honra, además nos civiliza. Frente a los nacionalismos espurios que levantan fronteras culturales y a un soberanismo que huele más a discriminación que a soberanía, defender una mirada humanista exige coraje político.
Esta columna se titula “Están aquí”, a modo de provocación. Porque así miran algunos a la población extranjera, como ajenos, intrusos, alienos. Pero la verdad –la más profunda y desafiante– es la de este otro título, que prefiero: “Estamos aquí”. Todos, compartiendo calles, trabajos, escuelas, lenguas, arepas y empanadas, e intercambiando sueños personales. Esa es la verdadera nación, la que se construye conviviendo en la diversidad.
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