
De la amenaza al botín electoral: paradojas del debate sobre el voto extranjero
Este escenario no es común en el mundo. Solo cuatro países además de Chile –Uruguay, Ecuador, Malawi y Nueva Zelanda– permiten el voto de personas extranjeras en todas las elecciones, incluidas las presidenciales.
El debate inicial sobre las multas a quienes no emitan su sufragio ha abierto una discusión mayor: ¿deben las personas extranjeras residentes votar en las elecciones presidenciales? En tiempos donde el padrón se vuelve clave para los resultados electorales, la pregunta no es técnica, sino política. Como en muchos otros debates recientes, los argumentos parecen estar cargados de contradicciones y polaridades.
Hasta hace poco, sectores que sostenían que la migración “satura los servicios sociales” y “desborda al Estado” hoy se muestran como fervientes partidarios de que esas mismas personas voten. ¿No era que no querían que se quedaran? ¿Que ponían en riesgo la chilenidad? ¿Que no querían integrarse? Ahora parece que el problema no es que vivan en Chile, sino que participen políticamente. Esto es, por lo menos, paradójico y es necesario revisar.
Para comenzar, lo primero es aclarar el marco legal vigente. En Chile, las personas extranjeras con al menos cinco años de residencia legal pueden votar en elecciones municipales y de consejeros regionales. Este derecho ya está consagrado y se ejerce regularmente. El giro actual del debate tiene que ver con el efecto de la obligatoriedad del voto –vigente desde el plebiscito constitucional de 2022– que también aplica a quienes, cumpliendo con los requisitos legales, están incorporados al padrón. Y con ello, la proyección de que podrían participar en la elección presidencial de 2025.
Este escenario no es común en el mundo. Solo cuatro países además de Chile –Uruguay, Ecuador, Malawi y Nueva Zelanda– permiten el voto de personas extranjeras en todas las elecciones, incluidas las presidenciales. Sin embargo, hay una diferencia sustantiva: en esos países, los extranjeros deben inscribirse en el padrón. En Chile, el sistema es automático al cumplir cinco años de residencia. Esto convierte al caso chileno en una excepción mundial, y por eso no es extraño que la situación haya generado controversia.
Ahora bien, el debate no puede cerrarse en una lógica binaria. La pregunta no es solo si corresponde o no que personas extranjeras voten, sino en qué condiciones. Y aquí entra en juego un principio clave: el arraigo. Quienes residen de manera estable, trabajan, pagan impuestos, participan de la vida comunitaria y están sujetos a las leyes del país, deben poder incidir en las decisiones colectivas. Así lo entienden muchas democracias que permiten votar a extranjeros en elecciones locales.
Lo que está en discusión es si ese principio debe aplicarse también a las presidenciales, con qué mecanismos y bajo qué condiciones, ya que lo que nos encontramos, cuando nos basamos en la experiencia comparada, es que el voto de extranjeros en elecciones presidenciales no es lo común, sino que se acota a elecciones municipales y/o, en los casos más extendidos, en elecciones regionales.
Sí, es cierto que el arraigo justifica la participación política, pero es legítimo exigir ciertas condiciones: duración mínima de la residencia, situación migratoria regular y presencia efectiva en el territorio. En este punto, surge una preocupación válida: la movilidad migratoria. Por ejemplo, una proporción significativa de la población haitiana que obtuvo residencia en años anteriores ya ha abandonado el país. Esto no es un problema de nacionalidad, sino de gestión institucional: el padrón electoral debe reflejar a quienes realmente viven aquí.
Por eso, más que recurrir a discursos xenófobos para enfrentar esta discusión, lo que necesitamos es revisar el vínculo entre política migratoria y participación política. Es necesario debatir con seriedad si Chile debe mantenerse dentro de este pequeño grupo de países excepcionales que permite el voto extranjero en todas las elecciones, o si debería alinearse con la norma extendida a nivel internacional, que les otorga el derecho a voto en elecciones locales y regionales. Esta podría ser una salida transitoria razonable, al menos mientras disminuye la tensión actual y se descomprime la presión política a solo cuatro meses de la elección presidencial.
Lo verdaderamente preocupante sería que esta discusión se utilice como moneda de cambio electoral, proyectando resultados en función de la nacionalidad del votante. No podemos permitir que el oportunismo defina las reglas del juego democrático. La democracia chilena necesita claridad, altura de miras y un compromiso profundo con sus principios fundantes: participación, igualdad y justicia. Discutamos el voto extranjero con seriedad democrática, no con la calculadora electoral en la mano.
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