
La guerra interminable (IV)
Inicié misión diplomática en Israel tras las elecciones de 1996, en las cuales Biniamin Netanyahu derrotó, por estrecho margen, a Shimon Peres. Fue como caer de bruces entre los atentados terroristas de Hamas, las amenazas externas de Sadam Hussein y las promesas de optimizar represalias.
Para sobrevivir en ese clima yo contaba, en mi residencia, con un bunker provisto de máscaras antigases y botellones de agua. Como para comprobar que el peligro era inminente, en la playa cercana se instalaron baterías Arrow, de misiles antimisiles. En ese contexto mis colegas del GRULA (embajadores latinoamericanos) me contaban de manera casual, pero demasiado frecuente, que en una de tantas alertas mi predecesor se fue a Chipre. Al enésimo comentario decidí hacerme cargo de la indirecta. Dije que no me movería de Israel aunque viera venir un misil sobre mi cabeza.
Tiempo de esperanza
Ante tal percepción de peligro, el tema dominante era el futuro de los Acuerdos de Oslo. Pese a la complejidad cultural-religiosa analizada en columnas previas, ese proceso estaba vivo. Para Israel marcaba un alto en su aislamiento internacional, Además, catalizó un notable comportamiento de su economía, potenciando su industria turística y llevándolo a posiciones líderes en lo tecnocientífico. Desde 1991, año de la precuela de Oslo, venía creciendo al 6%, su ingreso per cápita se acercaba al de los países europeos desarrollados, se visualizaba una inflación de casi cero, se redujo el gasto militar, la tasa de desempleo disminuyó y aumentó la producción de bienes exportables con alta tecnología incorporada.
Por su parte, bajo liderazgo de Yasser Arafat los palestinos estaban asumiendo un control entre casi pleno y restringido, sobre más del 50% de territorios que contenían un 90% de su población. Ello hacía plausible la aprobación de un Estado Palestino soberano, coexistente con el Estado Judío y beneficiario de ayuda internacional incrementada. En ese contexto, el líder exguerrillero incluso gestionó una visita de Bill Clinton a Gaza, donde ese exenemigo fue recibido en loor de multitudes.
Comienzo del fin
Sin embargo, el fanatismo religioso y el terrorismo ya habían puesto límites a la esperanza. En 1995 Yitzhak Rabin, cofirmante de los Acuerdos, fue asesinado por un judío religioso contrario a Oslo y antes de las elecciones de 1996, militantes de Hamas mataron a 32 civiles israelíes.
Aquello dejó en incómoda posición a Peres, candidato laborista y primer ministro interino quien, como buen intelectual, era malo como “campañero”. En cambio favoreció a Netanyahu, exoficial de Tzahal (Fuerzas de Defensa de Israel) y candidato del territorialista Likud.
Con su lema Paz Segura, que contradecía el lema de Oslo Paz por Territorios, Netanyahu ya había dejaba en claro su rechazo al soft power y su opción por la disuasión dura. Paradójicamente, se afirmaba en el potencial militar de Israel, en gran parte construido por la dupla Rabin-Peres. A nadie extrañó, entonces, que tras su victoria apoyara nuevos asentamientos en territorios palestinos.
Decodificado, eso era avanzar hacia las fronteras bíblicas de los religiosos. Además. designó como canciller a Ariel Sharon, el célebre guerrero que en 1982 profundizó una represalia fronteriza contra el Líbano hasta llegar a Beirut. Tras ello fue procesado como responsable por omisión de la masacre (intralibanesa) de Sabra y Chatila.
Poco antes de ser designado, Sharon había reconocido que nunca daría la mano a Arafat, su eventual interlocutor en el proceso de paz. Interrogado por mí sobre ese punto, tras una reunión con el cuerpo diplomático, me lo ratificó con toda naturalidad: “Señor embajador, jamás estrecharía una mano manchada con sangre de hombres, ancianos, mujeres y niños judíos”.
Para mí, ese fue el comienzo del fin de los Acuerdos de Oslo.
Netanyahu contra Shimon
La gravitante opinión de Henry Kissinger sobre la necesidad de un Estado Palestino y el apoyo al proceso de paz por parte de Ezer Weizman, presidente de Israel, impidieron que Netanyahu desahuciara Oslo de inmediato. Optó por el eufemismo: antes había que liquidar el terrorismo, lo cual exigía nuevos asentamientos en lugares estratégicos.
Peres aprovechó ese vacío de sinceramiento para mantener vivo “el espíritu de Oslo”, mostrando la fuerza de su convocatoria internacional. Creó el Centro Peres para la Paz, con filiales en el extranjero, cuyo objetivo sería evaluar proyectos internacionales de desarrollo para los territorios palestinos. A su inauguración, en 1997, concurrió una constelación de personalidades palestinas, de los países árabes, los Estados Unidos, América Latina y Rusia. Todos apoyaron los Acuerdos. Previéndolo, Netanyahu declinó la invitación que se le enviara, pero no pudo impedir que participara Weizman ni que asistieran su canciller Sharon y su ministro de Defensa Yitzhak Mordechai.
Tras encajar ese bofetón diplomático Netanyahu siguió arrastrando los pies respecto a Oslo y Peres subió el nivel de su desafío. En enero de 1999 reunió en un gran teatro de Jerusalem al Consejo de Gobernadores de su Centro. A metros de mi butaca como invitado diplomático estaba Gorbachov con su esposa Raisa.
También reconocí a Henry Kissinger, Mahmoud Abbas, Paul Kennedy, Frederick de Klerk, Simone Weil y Desmond Tutu. Según la lista impresa, los asistentes eran más de 270. Faltaban cuatro meses para que terminara la primera fase de los Acuerdos y Peres habló con insólita franqueza. Según mis apuntes, dijo que “es de común interés ver la creación de un Estado palestino independiente, resultado de un proceso negociador (…) debe ser un Estado democrático y económicamente próspero”.
Netanyahu respondió de manera oblicua. Su ministro de Turismo calificó como “muy grave“ ese apoyo de Peres a un Estado palestino y parientes de las víctimas del terrorismo lo acusaron de haber llegado a una “total identidad con el enemigo”.
La fuerza contra la razón
El irreductible Netanyahu no se rindió. Siguió con su política de asentamientos y represalias duras, hasta agotar a los patrocinadores de Oslo. Kissinger incluso insinuó que ese proceso de paz debía “rediseñarse” y Arafat ya no pudo contener a las organizaciones terroristas sin parecer traidor a la causa palestina.
El gran protagonismo por la paz quedó radicado, entonces, en el también irreductible Peres. Mientras Oslo agonizaba, el #”espíritu de Osdlo” se convirtió en causa de su vida y así lo dejó plasmado en esta frase profética de su libro Que salga el sol: “Dios nos guarde de cegarnos con nuestro poderío bélico.
Aprendamos a aprovechar esta ventaja para lograr una paz verdadera y estable”. Fue como si estuviera exorcizando el horrible fantasma de Gaza, con su paradójico balance actual. A los 144 países -en su mayoría del antes llamado Tercer Mundo- que ya habían reconocido un Estado Palestino virtual, el pasado mes se agregó Francia y en septiembre pueden unirse el Reino Unido y Portugal.
Moraleja triste: mientras la causa de Peres emerge como lo que debió ser, Netanyahu emerge como un aprendiz de brujo, no sólo respecto a los judíos de Israel, sino a los de todo el mundo. Su opción por la guerra total hoy sólo pende del hilo del imprevisible Donald Trump.
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