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Participación laboral, otra reforma pendiente Opinión

Participación laboral, otra reforma pendiente

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Fredy Cancino
Por : Fredy Cancino profesor de historia
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La codeterminación no es una utopía. Es una herramienta razonable para democratizar el espacio productivo y reconciliar productividad con equidad. Para eso se requiere también repensar el sindicalismo, fortalecer su representatividad y profesionalismo.


“El trabajo digno es motor de progreso, cohesión y civilidad”. No lo dice un sindicalista ni un académico de izquierda. Lo afirmó Sergio Mattarella, presidente de la República Italiana, al inaugurar el Congreso de la CISL, una sindical italiana, recordando que las luchas del movimiento obrero forjaron el modelo social europeo. A ese modelo –no idealizado, pero sí instructivo– debiéramos mirar desde Chile, especialmente quienes creen en una izquierda capaz de reformar sin estridencias ni trincheras políticamente inútiles.

Entre las reformas urgentes y hay una pregunta incómoda: ¿tienen o no derecho las y los trabajadores a participaren las decisiones que afectan su tiempo, su salud, su trabajo, su futuro? ¿Puede una democracia moderna contentarse con votar cada cierto tiempo y dejar que el poder económico funcione sin contrapesos ni mayor participación? Mi respuesta: la participación en la conducción de las empresas –públicas o privadas– no es un capricho ideológico, es una forma concreta de ampliar la democracia.

Hoy en Chile, salvo excepciones como los directores laborales en Codelco, no existe codeterminación real. En la mayoría de las empresas públicas la lógica vertical del Estado empresario sigue intacta. En las privadas, los directorios son reductos exclusivos del capital. No hay voz laboral, ni paridad, ni diversidad real. Esa exclusión tiene consecuencias: se prioriza el dividendo de corto plazo por sobre la inversión en bienestar, formación o sostenibilidad de la empresa. Se toman decisiones estratégicas sin escuchar a quienes sostienen diariamente la empresa desde dentro, con su trabajo cotidiano.

En cambio, países como Alemania, Austria o los escandinavos han implementado modelos donde los trabajadores eligen entre un tercio y la mitad del directorio. Allí no solo hay consulta, hay poder compartido. Y lejos de perjudicar a las empresas, estas prácticas fortalecen su cohesión, su capacidad de innovación, su estabilidad y su resistencia en las crisis.

La participación de los trabajadores no solo es deseable desde el punto de vista de la justicia social. También puede ser funcional al interés del propio empresariado, siempre que esté dispuesto a abandonar los viejos reflejos defensivos. Empresas más transparentes, conectadas con su gente, con mayor circulación de información interna y decisiones colegiadas, son más capaces de anticipar conflictos, gestionar riesgos y proyectarse a largo plazo. Pero eso exige un empresariado dispuesto a renovar su mirada sobre el poder y sobre su propio rol en la sociedad. Un empresariado que no solo hable de sostenibilidad en las memorias anuales, sino que practique una ética de corresponsabilidad con sus trabajadores. Que entienda que la productividad y la legitimidad social no se contraponen, sino que se refuerzan mutuamente.

El debate sobre los fundamentos éticos del capitalismo –iniciado por Max Weber hace más de un siglo– sigue siendo incómodo en Chile. Se habla poco de él en las aulas de economía, y menos aún en los gremios empresariales. Weber mostraba cómo el espíritu del capitalismo racional moderno se sostenía sobre una ética protestante que valoraba el trabajo, la disciplina y la responsabilidad social. Hoy, sin ese marco moral, el capitalismo corre el riesgo de convertirse en pura acumulación sin propósito, ajeno a toda idea de bien común.

En nuestro país, muchos empresarios prefieren refugiarse en una defensa puramente jurídica de la propiedad y en una noción tecnocrática de la eficiencia. Pero lo que se requiere es algo más, se requiere una visión de futuro compartida, una economía con rostro humano, una empresa que no sea solo propiedad, sino también comunidad. No se trata de imponer cuotas ni eslóganes, sino de abrir canales legítimos para una participación con poder y con reglas.

Gabriel Boric, cuando aún era diputado, abrió tímidamente este debate. Pero el ruido de los maximalismos populistas ahogó ese tema político. Hoy, cuando Chile se aproxima a una nueva elección presidencial, sería deseable que los programas progresistas retomaran esta discusión con claridad. En esa línea, la izquierda democrática y reformista tiene una tarea pendiente. No basta con denunciar los abusos, hay que proponer y viabilizar nuevos derechos. Tampoco basta con defender el derecho al empleo, hay que garantizar el derecho a participar en la empresa.

La codeterminación no es una utopía. Es una herramienta razonable para democratizar el espacio productivo y reconciliar productividad con equidad. Para eso se requiere también repensar el sindicalismo, fortalecer su representatividad y profesionalismo. No solo denunciar y reivindicar, sino también responsabilizarse en la solidez económica y productiva de las empresas chilenas.

Frente a los que se refugian en los moldes de siempre –Estado centralizado sin eficiencia, empresa privada sin contrapesos, retóricas sin institucionalidad–, la alternativa socialdemócrata sigue viva: democracia también en el trabajo.

Volviendo a Mattarella, recordó en su intervención que el trabajo digno no es solo un derecho, es el motor civilizatorio de nuestras sociedades (“Italia es una República democrática fundada en el trabajo”, así comienza la Constitución de ese país). En este tiempo de nuevas desigualdades y democracias frágiles, encender ese motor de participación es un camino que abriría nuevas perspectivas y esperanzas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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