
La maldición del lucro
Al final, la verdadera riqueza de un país no se mide por su PIB, sino por la capacidad de su gente para mirarse sin miedo, ayudarse sin cálculo y vivir con decencia. Si el lucro fue la divinidad de nuestra era, la dignidad debe ser su herejía.
El lucro no es en sí bueno ni malo. Puede ser un incentivo, una señal, un medio. Pero cuando se convierte en fin absoluto, opera como una droga adictiva: la heroína de la que nadie puede salir indemne después del primer contacto. Una vez instalada en las venas de la sociedad, exige más y más dosis, y cada intento de abstinencia parece conducir al colapso. Como toda adicción, el lucro no se mide por sus efectos inmediatos, sino por la devastación que deja en el largo plazo.
El primer conflicto es evidente: el lucro contra el medio ambiente. El planeta es consumido como si fuera un botín inagotable. Bosques arrasados, mares envenenados, aire irrespirable: todo puede sacrificarse en nombre de la utilidad inmediata. El mercado no conoce límites ecológicos, porque el adicto no conoce límites a su dosis.
El segundo conflicto es más brutal aún: el lucro contra la paz. La historia contemporánea muestra que quienes lucran con la guerra son los mismos que la estimulan. La industria armamentista no es solo proveedora, es promotora. Como la cocaína, el negocio exige expandirse, y lo hace encendiendo fuegos en todos los rincones del mapa. Las guerras no se libran ya solo por ideología o territorio: se libran por balances, acciones y contratos. El lucro no solo destruye naciones, también reconfigura el orden internacional según intereses privados.
El tercer conflicto se vive en la intimidad: el lucro contra la posibilidad de fundar familia. En una sociedad dominada por la competencia, el costo de los hijos se vuelve insoportable, la vivienda se convierte en lujo, la estabilidad laboral en espejismo. Formar un hogar parece una aspiración heroica frente a un modelo que premia al individuo solo, móvil y precario, siempre disponible para el siguiente contrato. El lucro es adictivo porque nunca se sacia: exige sacrificios permanentes, y uno de los primeros en caer es la vida familiar.
La enfermedad se agrava cuando se la rodea de una ideología extractivista. No basta con depender del cobre: extraemos y exportamos concentrados en bruto, renunciando a toda cadena de valor. La misma lógica que saquea la naturaleza destruye la industria nacional, porque ve más rentable desmantelar que construir. El lucro adictivo nunca se detiene en la pregunta por el desarrollo integral, porque su única medida es la utilidad inmediata.
El avance científico, que en sí mismo es neutro, se convierte entonces en instrumento de esta adicción. La tecnología sirve tanto para curar como para devastar, tanto para extraer como para sofocar la innovación. No hay aquí altruismo ni proyecto colectivo: solo la compulsión de aumentar la dosis de ganancias.
Y lo más grave: esta generación, hoy en el poder, quedará en la historia como la primera que condena a sus hijos a vivir peor que sus padres. Es un quiebre brutal. Nunca antes una civilización aceptó conscientemente entregar a la juventud un futuro más sombrío, más precario y más inseguro que el de las generaciones anteriores. Esa combinación —lucro desenfrenado y futuro clausurado— es explosiva. Alimenta la rebeldía, pero una rebeldía sin rumbo, marcada por la frustración y la desesperanza. Ninguna sociedad sobrevive mucho tiempo en esa tensión.
No puedo dejar de recordar aquí a Patricio Aylwin. Desde sus convicciones de falangista, advirtió temprano la propagación de esta enfermedad. Lo hizo con la claridad de quien ve venir la colonización cultural que se nos imponía. Cuando condescendientemente alguien replicó: “Es que don Pato no sabe mucho de economía”, quedó claro que se nos iba a exigir someternos a una disciplina sin alma, como si la vida de la nación pudiera reducirse a cifras, balances y cálculos de mercado. A buen entendedor, pocas palabras bastaban: Chile estaba siendo colonizado mentalmente para confundir progreso con ganancia, y dignidad con consumo.
Patricio Aylwin comprendió antes que muchos la colonización cultural que se nos imponía:
“La dictadura ha impuesto una ideología que reduce el sentido de la vida nacional al afán de lucro y al éxito individual. Es una colonización de las conciencias más peligrosa que la de las armas.” (Instituto de Chile, 1984)
“El problema no es solo político; es moral. Se nos quiere convencer de que el progreso consiste en crecer sin mirar a quién se deja atrás.” (Revista Mensaje, 1985)
“El mercado es un instrumento; no puede transformarse en el alma de la nación. Cuando el dinero sustituye a la justicia, se empobrece el país.” (Universidad Católica, 1987)
Aylwin intuyó lo que hoy resulta evidente: una nación puede ser moderna y al mismo tiempo perder su alma. Eso explica, en parte, por qué nos hemos transformado en un pueblo hosco, resentido, enrabiado, desconfiado y atravesado por el miedo. El lucro como droga social nos ha dejado encerrados en un estado de permanente sospecha y de vacío.
Recuperar esa alma no exige mesianismos, sino una ética del límite. Reaprender que la felicidad colectiva no proviene de la acumulación, sino del reconocimiento mutuo. Que el lucro es legítimo mientras sirva a la dignidad humana, y tiránico cuando la sustituye. Entonces, paremos esta degradación humana. Concibamos un país donde la gente viva contenta, se sienta respetada y no abusada, donde lo sencillo vuelva a ser virtud y la humildad sea un signo de grandeza. Porque si el lucro es la tiranía de nuestro tiempo, la dignidad compartida debe ser su verdadera alternativa.
Porque al final, la verdadera riqueza de un país no se mide por su PIB, sino por la capacidad de su gente para mirarse sin miedo, ayudarse sin cálculo y vivir con decencia. Si el lucro fue la divinidad de nuestra era, la dignidad debe ser su herejía.
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