
Cuando la política decide que la Tierra es plana
En tiempos donde la desinformación se disfraza de libertad y los algoritmos confunden convicción con verdad, defender la ciencia es un acto político en sí mismo. No porque sea infalible, sino porque es lo único que nos queda entre la razón y el abismo.
Hay afirmaciones que ya no admiten debate. No se puede seguir sosteniendo que la Tierra es plana, que las vacunas causan más enfermedades, que el paracetamol provoca autismo o que el cambio climático es un invento. Cuando la política se permite dudar de lo que la ciencia ha probado una y otra vez, lo que está en juego deja de ser una discusión de ideas y comienza a afectar directamente vidas humanas.
La ciencia no es infalible, pero tiene una virtud que la política rara vez comparte, y consiste en la capacidad de corregir sus errores. Su legitimidad no proviene de una mayoría circunstancial, sino del rigor del método, la comprobación empírica y la revisión entre pares. La política, en cambio, vive de la inmediatez, de las emociones, del voto próximo. Por eso el choque entre ambas no es nuevo, pero en nuestros tiempos se ha vuelto más peligroso que nunca.
El cambio climático, las vacunas o incluso la pandemia de COVID-19 han puesto en evidencia hasta qué punto la política puede volverse ciega cuando la evidencia contradice su conveniencia. Durante años, los científicos han mostrado con datos irrefutables que el planeta se calienta por causa humana. Sin embargo, algunos líderes eligieron llamar a eso “una estafa”.
En América Latina el negacionismo no ha sido tan explícito, pero la falta de acción equivale a lo mismo. Mientras los glaciares se derriten, los gobiernos posponen decisiones por temor a afectar sectores productivos. La política del corto plazo se impone sobre la urgencia del planeta.
El caso de las vacunas es aún más brutal. Durante el COVID-19, la evidencia científica era abrumadora. Definitivamente las vacunas salvaban vidas. Pero bastó que un político dijera lo contrario para que miles lo creyeran. Hubo quienes asociaron el paracetamol con el autismo, sin un solo estudio que lo sustentara. Otros prefirieron promover remedios milagrosos y teorías conspirativas.
El resultado fue predecible. Más muertes, más desconfianza y un retroceso sanitario que costará años reparar. Peter Hotez, uno de los científicos que más ha combatido la desinformación antivacunas, contaba en una conversación con Paul Krugman, en el substack de este último, cómo fue presionado públicamente por figuras como Joe Rogan o Elon Musk para “debatir” con los antivacunas, elevando así su discurso al nivel de la ciencia. Michael Mann, climatólogo, agregaba que quienes trabajaban en cambio climático llevaban décadas enfrentando lo mismo.
Ambos describen el fenómeno como una maquinaria anticiencia financiada por los mismos grupos que niegan el calentamiento global y que encuentran en la desinformación un negocio rentable.
Esa convergencia entre intereses económicos, manipulación política y desconfianza ciudadana explica buena parte del problema. Los grandes conglomerados mediáticos, como Fox News, las redes sociales, los algoritmos de recomendación, amplifican mensajes que apelan a la emoción y al miedo. Así, lo que comenzó como “escepticismo ciudadano” se convierte en negacionismo político, y luego en populismo científico, un discurso que promete libertad mientras destruye la confianza en el conocimiento.
No es casualidad que los mismos actores que financiaron el negacionismo climático sean hoy los impulsores del movimiento antivacunas. Como revelan Hotez y Mann, la narrativa de la “libertad médica” o la “libertad energética” esconde una agenda de poder. Bajo el disfraz de rebeldía, lo que promueven es la sumisión a intereses que se benefician del caos y la ignorancia. En el fondo, no están en guerra contra la ciencia, sino contra cualquier límite a su impunidad.
Negar la evidencia científica no solo es un error técnico, sino que también es una falta ética. Cuando un político elige desoír la ciencia, está aceptando que otros mueran por su conveniencia. Ya lo vimos con la pandemia cuando millones de vidas pudieron salvarse si los gobiernos hubiesen seguido las recomendaciones científicas sin convertirlas en arma electoral.
Esa negación deliberada tiene siempre el mismo patrón. Primero se desacredita al experto, luego se instala la duda, después se fabrica una verdad alternativa que resulta más cómoda que la realidad. El resultado es una erosión generalizada de la confianza y entonces la gente deja de creer en la medicina, en el periodismo, en la educación. La desconfianza se vuelve contagiosa.
La política necesita de la ciencia no solo para diseñar políticas públicas eficaces, sino para mantener un vínculo elemental con la verdad. Sin ese anclaje, se transforma en espectáculo o en superstición. Cuando un dirigente afirma que las vacunas hacen daño o que los molinos de viento matan ballenas, lo que pone en juego no es su reputación, sino la frontera misma entre razón y demagogia.
En los años treinta, Stalin encarceló a los genetistas que contradecían su doctrina agrícola y los reemplazó por charlatanes que arruinaron las cosechas y causaron hambrunas masivas. La historia demuestra que la negación de la ciencia nunca se detiene en lo simbólico y que al final siempre termina costando vidas.
Aceptar los límites que impone la ciencia no es una renuncia a la política, sino que es su condición de legitimidad. La ciencia no vota, pero nos recuerda que hay realidades que no dependen del aplauso. El planeta se calienta, las vacunas salvan vidas, el paracetamol no causa autismo y la Tierra, aunque a algunos les pese, sigue siendo redonda.
En tiempos donde la desinformación se disfraza de libertad y los algoritmos confunden convicción con verdad, defender la ciencia es un acto político en sí mismo. No porque sea infalible, sino porque es lo único que nos queda entre la razón y el abismo.
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