
La estabilidad de un país no se logra achicando el Estado
La estabilidad no se logra achicando el Estado, sino fortaleciéndolo donde más importa, y en este punto me refiero a las aulas, los laboratorios, los barrios y los centros culturales, porque sin conocimiento, sin cultura y sin seguridad integral, no hay desarrollo posible.
La presentación del Presupuesto Nacional 2026 ha vuelto a encender el debate en torno al modelo de desarrollo, la orientación del gasto público y, sobre todo, el tamaño y rol del Estado en la economía chilena. En la actualidad, la coyuntura y diferencias partidistas exponen un dilema estructural en la temática del Presupuesto Nacional y, particularmente, en cómo conciliar una responsabilidad fiscal con cohesión social, productividad, seguridad e innovación en un país que mantiene una estructura tributaria débil, un gasto acotado y una economía dependiente de sus recursos naturales, con acento en materias no renovables.
Bajo esta mirada de discusión, los sectores políticos tienden a interpretar las cifras según su propia narrativa. De esta manera, para algunos, el gasto social es excesivo; para otros, es insuficiente. Pero más allá de las lecturas ideológicas, lo que emerge con claridad es una tensión entre las aspiraciones de un país que busca desarrollarse y las limitaciones de un Estado que sigue operando con herramientas de un modelo extractivo y desigual.
El resultado es un aparato público que administra la coyuntura, pero carece de capacidad para transformar estructuralmente la matriz productiva, diversificar su economía o garantizar derechos de manera universal.
Chile sigue anclado en un modelo económico extractivista, donde el cobre y, más recientemente, el litio aparecen como pilares fundamentales del ingreso nacional. Claramente este tipo de filosofía productiva entrega rentas volátiles y cíclicas, lo que dificulta la planificación de largo plazo y le otorga un escenario de vulnerabilidad al Presupuesto, como consecuencia de los vaivenes del mercado internacional.
Por este motivo, reducir el gasto público no equivale a eficiencia, sino más bien fragilidad, ya que un escenario de estas características limita la inversión en educación, ciencia y tecnología, y debilita la protección social, amplificando de manera considerable las brechas territoriales, por lo que no debemos olvidar que los países que deseamos imitar no alcanzaron el desarrollo achicando el Estado, sino fortaleciendo su capacidad fiscal, institucional y estratégica, utilizando las rentas naturales como motor de conocimiento, innovación y cohesión social.
A este escenario se suma una restricción estructural que rara vez se aborda con la profundidad que merece: la baja recaudación fiscal. Chile mantiene una carga tributaria cercana al 22-23% del PIB, una de las más bajas de la OCDE, cuyo promedio se sitúa en torno al 34% del PIB. Esta brecha es determinante. Un país que recauda poco solo puede aspirar a un Estado pequeño. La escasez de ingresos públicos limita la cobertura social, frena la inversión en ciencia y cultura, debilita la infraestructura y restringe la capacidad del Estado para sostener políticas contracíclicas.
En la práctica, Chile administra un Presupuesto que lo obliga a elegir entre urgencias y transformación, entre apagar incendios o sembrar futuro. Sin una reforma tributaria progresiva, estable y orientada a fortalecer la recaudación estructural, cualquier propuesta de expansión fiscal o de modernización institucional carecerá de sustento financiero real.
De manera paralela, nuestro país presenta un gasto público que bordea el 30% del PIB, característica que posiciona a Chile junto a Estados y otros vecinos como las naciones más pequeñas, es decir, una proporcionalidad que se encuentra lejos del promedio del 41% que exhiben los países de la OCDE.
Mientras Francia (57%), Dinamarca (51%), Noruega (50%), Suecia (49%) o Alemania (44%) representan modelos de Estados presentes, capaces de garantizar derechos universales, sostener sistemas científicos robustos y proteger su patrimonio cultural, Chile comparte una categoría con economías de orientación liberal, y en el caso puntual, más bien subsidiaria, como Estados Unidos (36%), Irlanda (27%), México (27%) y Colombia (30%), caracterizadas por estructuras regresivas, dependencia del mercado y altos niveles de desigualdad.
En la OCDE, cerca del 70% del gasto público se destina a protección social, salud y educación, y una fracción creciente a investigación, innovación y cultura, entendiendo que el conocimiento y la identidad son pilares del desarrollo sostenible. Chile, en contraste, destina menos del 0,4% del PIB a I+D –frente al 2,7% promedio del bloque– y apenas un 0,3% a cultura, cifras incompatibles con una economía que aspira a diversificarse. La ausencia de inversión en ciencia, cultura y tecnología no es una omisión menor, sino que en realidad corresponde a la raíz de la vulnerabilidad estructural.
Sin investigación ni innovación, la economía chilena sigue siendo dependiente de la exportación de commodities; sin cultura, el país pierde cohesión, memoria e identidad; y sin recursos para la seguridad, se perpetúa una respuesta reactiva, centrada en el control y no en la prevención. La seguridad ciudadana, hoy una de las principales preocupaciones del país, no puede disociarse de la inversión en educación, integración social y fortalecimiento comunitario, por lo que es importante comprender que un Estado débil y subfinanciado difícilmente puede garantizar orden sin justicia ni desarrollo.
En este contexto, no puedo dejar de discutir las propuestas presidenciales 2025, en donde tales visiones ofrecen contrastantes sobre el rol fiscal del Estado. Jeannette Jara, Evelyn Matthei y Marco Enríquez-Ominami plantean aumentar el gasto público entre dos y cinco puntos del PIB, priorizando educación, innovación, seguridad y descentralización. Comparten, con matices, una apuesta por un Estado activo, inclusivo y responsable, capaz de impulsar una transición hacia una economía del conocimiento y una sociedad más equitativa.
En el otro extremo, José Antonio Kast (-3%), Johannes Kaiser (-4%) y Franco Parisi (-2%) abogan por reducir el gasto fiscal, priorizando la eficiencia y la disciplina presupuestaria. Sin embargo, en una economía extractiva y desigual, esta estrategia podría traducirse en mayor concentración de riqueza, debilitamiento institucional y menor inversión en bienes públicos esenciales, reproduciendo la paradoja de un país rico en recursos naturales, pero pobre en desarrollo social y científico.
Por eso no es trivial comprender que los países que han logrado una estabilidad duradera corresponden a aquellos que entendieron que recaudar más no es castigar, sino redistribuir oportunidades y construir futuro.
En definitiva, Chile enfrenta una encrucijada latente, por lo que apostar por un Estado presente, moderno y fiscalmente sólido implica asumir que la eficiencia no se mide por el tamaño del Presupuesto, sino por su capacidad de transformar la riqueza natural en bienestar compartido. De esta manera, la estabilidad no se logra achicando el Estado, sino fortaleciéndolo donde más importa, y en este punto me refiero a las aulas, los laboratorios, los barrios y los centros culturales, porque sin conocimiento, sin cultura y sin seguridad integral, no hay desarrollo posible.
El desafío del próximo Gobierno será comprender que la verdadera modernización no consiste en recortar, sino en recaudar, planificar e invertir con sentido estratégico y que solo así Chile comenzará a construir un futuro equitativo y sostenible.
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