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La maquinaria del sacrificio
Seguramente a más de alguien le incomoda –o incluso le indigna– escuchar a una persona hablar así de la injusticia. Pero a mí, a estas alturas, no deja de tocarme la conciencia. Porque hay verdades que, si uno no las dice, empiezan a corroer por dentro.
Hay países que se extravían sin estruendo. No necesitan un derrumbe para tocar fondo: basta con que, de pronto, empiecen a caminar sin alma. Ese viaje hacia la oscuridad es sigiloso, imperceptible al principio, como la mirada que se endurece en un hombre que ha dejado de sentir culpa. Y cuando por fin alguien se da cuenta, la maquinaria ya está encendida, funcionando con un ritmo perfecto, exigiendo sacrificios como si la sangre ajena fuese el lubricante indispensable del progreso.
Algo de eso le está ocurriendo a Chile.
Las políticas neoliberales, presentadas como ciencia exacta, han terminado por instalar una moral torcida: las personas valen mientras producen, mientras obedecen, mientras no cuestan demasiado. Después, la sociedad –o lo que va quedando de ella– las empuja al borde, como personajes secundarios de una novela cuyo protagonista es siempre el dinero.
Los inmigrantes lo saben mejor que nadie. Durante la cosecha, el país los necesita con devoción casi religiosa; fuera de ella, los trata como intrusos. Hay una escena que se repite todos los años: los agricultores los defienden porque sin ellos no hay fruta ni cosecha ni ganancias. Pero cuando el trabajo termina, los mismos defensores bajan la mirada y dicen que deberían irse. Esa doblez, esa crueldad tan limpia, tan ordenada, revela un secreto oscuro: la utilidad reemplazó a la dignidad, y el país lo aceptó sin temblar.
Con los adultos mayores, la lógica se vuelve directamente kafkiana. Después de sostener al país toda la vida, se les exige trabajar más porque “vivimos más”. Como si la longevidad fuese un crimen, una carga, un gasto excesivo que resta competitividad. Lo que para cualquier civilización hubiese sido motivo de gratitud, aquí se transforma en sospecha. La vejez, que alguna vez fue un lugar de sabiduría, se vuelve una cifra molesta, una planilla a corregir, un error de cálculo.
Y cuando la vida humana se vuelve demasiado costosa, aparece la palabra más desnuda del sistema: grasa.
Grasa son los trabajadores cansados.
Grasa, las pymes que se endeudan para sobrevivir.
Grasa, los jóvenes pobres que no rinden según un estándar invisible fijado por quienes nunca conocieron el miedo al fracaso.
Pero quizás ningún espacio desnuda mejor la pobreza moral del modelo que la banca. Allí, los pequeños empresarios sienten la soga: intereses que los arrastran, condiciones que los humillan, plazos que los condenan. Mientras tanto, las grandes empresas caminan sobre alfombras mullidas hacia créditos blandos, refinanciamientos indulgentes, oportunidades infinitas. Hay compañías que nunca pierden –nunca–, porque el sistema fue construido para sostenerlas aunque caigan, para que se eleven aunque no vuelen, para que respiren incluso cuando ya no tienen pulso.
En esas oficinas iluminadas no hay crueldad explícita, solo la calma fría del privilegio.
Pero quizá nada revela con tanta crudeza la enfermedad moral de esta época como el racismo y el clasismo que respiran, sin pudor, muchos rincones de nuestra sociedad. No siempre estalla en gritos ni insultos –eso sería demasiado primitivo para un país que finge decencia–; opera más bien como una sombra fina, un veneno que se desliza bajo la piel, una condena pronunciada en silencio. Hay ciudadanos que valen y otros que sobran; unos cuyos rostros inspiran confianza y otros cuya sola presencia parece despertar una sospecha heredada desde tiempos inconfesables.
Hay un Chile que mira a otro Chile como si perteneciera a una especie distinta. El racismo ya no necesita camisas pardas: le basta el ceño que se frunce ante un acento extranjero, la desconfianza automática hacia una piel más oscura, la cortesía helada que pretende ocultar el desprecio. Y el clasismo –esa forma elegante de la crueldad– se despliega como un ritual antiguo: distingue por el apellido, por el barrio, por los colegios que funcionan como templos donde solo ingresan los elegidos.
Es un orden tácito, transmitido de padres a hijos como una superstición útil. Unos entran por la puerta principal sigilosamente para que nadie los vea cometer el pecado, mientras otros, incluso con la frente alta, son empujados a los márgenes como si cargaran una falta de origen. No es solo discriminación: es una teología invertida donde la desigualdad se santifica y el prejuicio actúa como un sacramento oscuro.
Dostoievski habría reconocido este aire: la mezcla espesa de culpa y soberbia, la certeza de que la injusticia no es un accidente sino el cimiento moral sobre el cual algunos construyen su tranquilidad. Y lo más terrible es que todos lo saben. No pueden admitirlo, pero lo saben. Porque una sociedad que necesita despreciar para poder funcionar es, en el fondo, una sociedad que ya empezó a devorarse a sí misma.
Y mientras tanto, los niños y jóvenes del mundo popular viven una vida escrita antes de que ellos pudieran imaginarla. Se les pide mérito, disciplina, esfuerzo, como si todos comenzaran desde el mismo punto. Pero algunos parten descalzos, y otros, desde la cuna, viajan en vehículos de lujo que jamás conocerán una interrupción. Esa desigualdad no es una falla: es la columna vertebral del sistema. Dicho en lenguaje económico: el modelo necesita desigualdad para crecer; no sueñen demasiado, porque los sueños también tienen dueño.
Así se forma un país donde el sufrimiento ajeno deja de doler, donde la injusticia se vuelve paisajística, donde la moral pública se disuelve como tinta bajo la lluvia.
La injusticia hasta tiene olor: es el hedor de una sociedad que normaliza la codicia y la envuelve en palabras nobles. Los personajes que creó –atormentados, contradictorios, infinitos– hablaban también de orden, de eficiencia, de disciplina. Pero sus voces cargaban una vibración subterránea: la conciencia turbia de que habían construido su vida sobre la miseria de otros.
Eso mismo ocurre aquí.
Lo saben.
No pueden decirlo, pero lo saben.
Un país donde solo pierden los débiles no es un país: es una coartada colectiva.
Un país que exige sacrificio a los pobres y blindaje a los poderosos renunció a la justicia.
Y un país que renuncia a la justicia empieza a caminar, lentamente, hacia su propia destrucción moral.
Porque ninguna estadística puede justificar la crueldad.
Ningún tecnicismo puede borrar el rostro del que sufre.
Ningún modelo puede reemplazar el deber elemental de reconocer al otro como un igual.
Quizás esta discusión no sea económica ni política.
Quizás sea algo más antiguo, más humano, más grave:
una batalla por el alma del país.
Y esa alma está hoy en manos de quienes confunden riqueza con virtud y éxito con mérito, sin mirar jamás la sombra que proyectan.
Nota final
Seguramente a más de alguien le incomoda –o incluso le indigna– escuchar a una persona hablar así de la injusticia. Pero a mí, a estas alturas, no deja de tocarme la conciencia. Porque hay verdades que, si uno no las dice, empiezan a corroer por dentro.
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