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La calidad de la educación y sus contradicciones Opinión Archivo

La calidad de la educación y sus contradicciones

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Más allá de la política contingente, este problema requiere una solución consensuada, con la forma de un pacto que permita una mejor distribución de recursos dentro del sistema, centrado en la calidad y considerando cambios en su medición.


Existe amplio consenso en que una de las debilidades del gobierno en el ámbito educativo ha sido la falta de medidas robustas que pongan el foco en la calidad de la educación escolar. Hace más de una década, la discusión comenzó a centrarse en el sistema universitario, en un contexto en el que la literatura coincide en que desatender a las escuelas constituye un riesgo para la igualdad de oportunidades. Esto fue matizado sólo por la reforma educacional de Michelle Bachelet, donde se legisla principalmente en función de mayor equidad.

Siguió haciendo falta, no obstante, una nueva mirada de la calidad, cuestión que ha sido subrayada por académicos y centros de pensamiento de la derecha que en poco pasará a ser gobierno. En nuestra opinión, tampoco ellos han propuesto una forma coherente para comprender la calidad, dado que, tal y como es evaluada en el contexto del Sistema de Aseguramiento de la Calidad (SAC), este concepto puede conducir a contradicciones y perjuicios para las escuelas. Una de las causas es la inconsistencia entre la calidad prescrita y la calidad evaluada.

Este es el tema de nuestro artículo en la colección “Educación y justicia social”, editada por el profesor Carlos Navia, con el apoyo de la Fundación Friedrich Ebert y el Instituto Igualdad. En el escrito sostenemos que, incluso si omitiésemos la mayoría de las críticas a las pruebas estandarizadas o a las altas consecuencias, la calidad evaluada no se condice con la calidad prescrita en la ley debido a que no contamos con herramientas dirigidas a las unidades escolares integralmente. Por ejemplo, cuando decimos que un establecimiento es de categoría “insuficiente”, en realidad estamos diciendo que, siguiendo un proceso en el que se computan principalmente resultados SIMCE de ciertos cursos para compararlos con los de otros establecimientos de un mismo grupo socioeconómico, esos resultados se encuentran por debajo de lo esperado.

Se omite, en cualquier caso, el hecho de que esos resultados son sólo un componente de la calidad prescrita. Esto implica que los buenos resultados de un grupo de estudiantes que conducen a una categoría de desempeño “alta” no permiten descartar, como muchos profesores comprenden, que el mismo establecimiento pueda tener deficiencias serias en otros ámbitos de la gestión, como infraestructura, gestión pedagógica, gestión de recursos o liderazgo directivo y del sostenedor. Y al revés, bajos resultados no descartan que el mismo establecimiento tenga fortalezas en áreas no evaluadas.

La calidad prescrita es el elefante en la pieza del SAC. La LGE indica que la calidad de la educación tiene al menos dos componentes: (1) un cierto conjunto de procesos y condiciones, los que deben ser establecidas por el Estado, así como la verificación de su cumplimiento, y (2) un cierto nivel de logro en torno a estándares de aprendizaje. Parte de lo primero se encuentra en los Estándares Indicativos de Desempeño que la propia ley obliga a mantener actualizados.

Estos estándares describen prácticas, deberes y responsabilidades de una larga cadena de actores, incluyendo sostenedores. Sin embargo, estos no son considerados al construir el juicio evaluativo mediante categorías de desempeño institucional. En otras palabras, se omite evaluar la conjunción de las condiciones mencionadas y que la ley establece como necesarias: las condiciones y procesos que ocurren en los establecimientos y los resultados de aprendizaje de los estudiantes.

Lo anterior tiene una dimensión ética toda vez que las razones de los resultados de los estudiantes pueden encontrarse fuera del control de docentes y otros profesionales del establecimiento. Alejandra Falabella y Gonzalo Oyarzun han mostrado cómo el carácter contextual de la calidad se intentó incorporar mediante los Indicadores de Desarrollo Personal y Social (IDPS), con la consecuencia paradójica de ahondar el problema. Por ejemplo, se comenzaron a medir dimensiones como los “hábitos de vida saludable” de un estudiante, cuya situación difícilmente podría atribuirse a la responsabilidad de la unidad escolar. Sin embargo, variables como está reemplazan dimensiones como la disponibilidad de recursos para profesores, el estado de la evaluación docente, la gestión directiva, las condiciones del mobiliario y la infraestructura, entre otras.

La experiencia vívida y real de la educación pública, tanto subvencionada como estatal, parece un punto ciego para nuestros tomadores de decisiones. Valdría la pena preguntarse las causas. Esto sucede tanto en la élite progresista como en la derecha próxima a ser gobierno, la que esgrime la calidad como argumento a su favor. Más allá de la política contingente, este problema requiere una solución consensuada, con la forma de un pacto que permita una mejor distribución de recursos dentro del sistema, centrado en la calidad y considerando cambios en su medición.

No reconocer el problema hace de la inversión en educación un asunto de “regar y rezar”, y la aplicación eventual de altas consecuencias una política de condenar a justos por pecadores. Dicho pacto debe contemplar convicciones sobre equidad, inclusión y eficiencia técnica, incorporando a actores relevantes con un pluralismo y abandonando cualquier tono adversarial. En palabras de Cristian Cox, partir por reconocer que en educación “las políticas de calidad dependen de la calidad de la política”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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