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A seis años del estallido social EDITORIAL

A seis años del estallido social

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El estallido no puede ser reducido al fenómeno innegable –aunque minoritario– del vandalismo. Porque lo que más emergió en aquel momento fue ilusión y reclamo por dignidad, además de construcción de una sociedad mejor.


A seis años del 18 de octubre de 2019, se ha vuelto a instalar un debate respecto de cómo interpretarlo y qué implicancias o repercusiones tuvo para el país, y sobre si puede o no repetirse algo así en un futuro cercano.

Más allá de los argumentos a favor o en contra, lo importante es tener en consideración que se trató de un movimiento social masivo, con alta adhesión popular, pero la violencia que lo rodeó ha tendido un manto oscuro sobre las legítimas demandas que lo generaron. Tan oscuro y traumático que ha provocado una especie de amnesia colectiva sobre el fenómeno.

El denominado estallido social no puede ser reducido al fenómeno innegable –aunque minoritario– del vandalismo. Tampoco puede olvidarse que la indignación colectiva que entonces se expresó tuvo raíces en una historia larga de abusos y exclusiones, y que lo que emergió de allí no fue realmente un deseo de destrucción sino un reclamo por dignidad y de construcción de una sociedad mejor.

Su ocurrencia, sin embargo, no dependió solo de causas estructurales –la desigualdad, la falta de derechos sociales, la carencia de justicia, el abuso de poder–, sino también de la manera en que la administración gubernamental de entonces enfrentó la protesta social. La impericia política del Gobierno de Sebastián Piñera y la brutal represión policial, con miles de víctimas, también marcaron el derrotero de los acontecimientos.

En todo caso, no puede soslayarse la constatación de que la derrota cultural del denominado estallido social es un hecho. La esperanza colectiva dio paso a un clima de repliegue y desconfianza, que identificó el cambio con el riesgo y la protesta con el desorden.

Rescatar algo valioso de aquel momento no implica idealizarlo ni desear su repetición, sino reivindicar su fibra cívica: la certeza de que la vida en común no puede reducirse al consumo, a la estabilidad o al miedo. Mal que mal, el estallido fue un impulso por redefinir el sentido del país, por recuperar el valor de lo público y por exigir reconocimiento. Ese anhelo –de justicia, de participación, de proyecto común–, sin duda, sobrevive bajo las cenizas de la decepción política.

El tejido social sigue erosionado, la desconfianza interpersonal es alta y se ha profundizado la fragmentación política. Según estudios recientes, más del 60% de la población siente que tiene poca o ninguna capacidad de incidir en el rumbo del país, mientras la desigualdad, los bajos sueldos y pensiones, así como la precariedad del trabajo, siguen siendo las principales fuentes de malestar.

No hay señales de un nuevo estallido, pero la frustración que lo hizo posible no ha desaparecido y sus causas estructurales persisten, entre ellas, la percepción de impunidad de sus elites. Si el país no reconstituye un horizonte compartido, la seguridad frente al crimen o la precariedad laboral no será suficiente para garantizar la paz social.

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