Yo opino
Créditos: El Mostrador.
Todos los hombres son narcisistas (y otros diagnósticos de bolsillo para no perder la cordura) (II)
Y si la pregunta ya no es solo por qué usamos tanto la palabra “narcisista”, sino qué estamos ocultando —o evitando— al usarla, ¿no deberíamos revisar qué hay debajo de esa comodidad discursiva?
Quizá por eso este diagnóstico de bolsillo se volvió un fenómeno tan potente. Hay algo muy nuestro en la obsesión por clasificar. Nos encanta encasillar, poner nombre, ordenar hasta lo que nos destruye. Y en un país donde jamás nos enseñaron educación emocional, donde las mujeres hemos vivido en un silencio afectivo históricamente impuesto —que recién estamos rompiendo a golpes de rabia y humor—, es lógico que las palabras disponibles no nos alcancen. Entonces las usamos igual, aunque queden estrechas.
Además, la figura del “narcisista” calza perfecto con un tipo de masculinidad muy particular: el progresista que habla bonito pero siente poco; el músico alternativo que milita discursos de deconstrucción pero sigue actuando como si sus emociones fueran patrimonio nacional; el académico que cita a Butler con una mano y con la otra desarma emocionalmente a su pareja sin notar la incoherencia. El tipo que se mira en el espejo de su propio discurso, pero jamás en el reflejo de sus vínculos.
La palabra “narcisista” funciona porque explica rápido. Y explicar rápido es un alivio. Pero ese alivio dura lo que dura una cajetilla de cigarros en una fiesta: nada.
Porque si todos los hombres son narcisistas, entonces nadie lo es. Y cuando una categoría se vuelve tan expansiva que sirve para describir desde un hombre emocionalmente torpe hasta uno genuinamente peligroso, termina por perder toda precisión. Es lo que pasó con “tóxico”, con “gaslighter”, con “dependiente emocional”: se volvieron stickers afectivos, diagnósticos de bolsillo que usamos para sobrevivir, pero que nos impiden pensar.
Es como mirar Gone Girl y decir que Amy es solamente “una manipuladora”. No. Amy es un síntoma político, cultural, afectivo; una representación extrema de lo que ocurre cuando las mujeres explotan después de décadas de expectativas imposibles. Si la redujéramos a un diagnóstico, la película perdería toda su complejidad.
El problema es que, cuando todo entra en el mismo saco, perdemos la capacidad de distinguir entre un hombre con rasgos narcisistas; un hombre simplemente inmaduro; y un hombre verdaderamente dañino, manipulador, violento. Y esa distinción importa, porque en ella se juegan decisiones afectivas, de cuidado, de respuesta política. Es como confundir al Guasón de Heath Ledger —una figura simbólica de la anomia social, del abandono estructural— con un sujeto que se demora en responder un WhatsApp. Uno encarna la ruptura del orden; el otro, probablemente solo evita conflictos como deporte.
Pienso también en Historia de un Matrimonio. Charlie, interpretado por Adam Driver, no es un narcisista clínico, pero sí es un hombre formado en un guión donde sus proyectos valen más que los de su pareja. Lo mismo ocurre en Anatomía de una caída. Ese es el punto: no se necesita un trastorno para reproducir la desigualdad emocional. A veces basta con las reglas invisibles que aprendieron sin siquiera notarlo.
Y entonces vuelvo a la pregunta incómoda: ¿para qué nos sirve usar tanto esta palabra? Nos sirve para sobrevivir. Para sentir que no estamos fallando. Para darle forma a un hartazgo que no sabemos cómo expresar. A veces nombrar es respirar.
Pero si el nombrar se vuelve automático, anestesia. Y nos deja sin herramientas para transformar lo que realmente importa.
Una amiga, entre risas y vino, dijo hace poco: “Si todos son narcisistas, entonces yo soy la Virgen María”. Esto revela algo inquietante: cuando demonizamos tanto al otro, dejamos de mirarnos. Y ahí el feminismo pierde fuerza política y se convierte en sermón, en tribunal moral, en un espacio donde no podemos reconocer que nosotras también tenemos nuestros propios narcisismos, nuestros deseos de validación, nuestras heridas infantiles.
El narcisismo femenino existe, pero opera distinto. En Black Swan, Nina no busca admiración por arrogancia; la busca porque la educaron para ser perfecta, para encarnar un ideal imposible. Su tragedia no es individual; es la de todas las mujeres que crecimos siendo “buenas alumnas” del patriarcado. Quizá no nos desarmamos en un escenario de ballet, pero sí en la cocina un domingo, con ansiedad y culpa y el miedo a ser “demasiado”.
La salida, creo, es rechazar esta tentación de patologizarlo todo. Sin caer en el extremo contrario de despatologizar lo que sí es clínicamente serio. Hay hombres con trastornos narcisistas severos; los hemos conocido, los hemos sufrido. Hay otros que solo actúan según lo que aprendieron; y otros que están en transición, en proceso, en lucha interna. No es lo mismo.
Lo que necesitamos es recuperar el análisis colectivo, la mirada estructural, la posibilidad de repensar nuestras emociones como parte de un entramado social. No basta con decir “narcisista”; hay que preguntarse qué modelo de masculinidad lo produjo, qué expectativas cargamos nosotras, qué violencias se repiten, qué recursos faltan.
El patriarcado no se combate con diagnósticos, sino con política afectiva. Con redes. Con humor. Con rabia organizada. Con crítica cultural. Con memoria.
Sobre todo memoria.
Porque si no, cada hombre que aparece en nuestra vida se convierte en una versión barata de Patrick Bateman, y lo peor es que terminamos creyéndolo.
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