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“Un simple accidente”: el dilema ético de la venganza CULTURA

“Un simple accidente”: el dilema ético de la venganza

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“Un simple accidente” ya está en cines y es sin exagerar una de las obras más destacadas del año. Con este contundente drama social, Jafar Panahi, obtuvo la Palma de Oro en Cannes, posicionándose además como firme candidata al Óscar a Mejor Película Internacional en representación de Francia.


La trayectoria de Jafar Panahi está marcada por una compleja relación con el Estado iraní. En 2010 recibió una condena de seis años de prisión, aunque sólo cumplió unos meses tras pagar fianza. En 2022 volvió a ser sentenciado, nuevamente a seis años, bajo cargos de “colusión contra la seguridad nacional” y “propaganda contra el régimen”, pena de la que estuvo siete meses privado de libertad. Desde 2010 pesa también sobre él una prohibición de veinte años sin poder filmar, lo que lo llevó a desarrollar su obra en la clandestinidad, incluidas sus producciones más recientes, entre ellas Un simple accidente. Su confinamiento domiciliario quedó incluso registrado en el célebre documental This Is Not a Film (2015). 

Hace apenas unos días fue condenado en ausencia a un año de prisión por “actividades de propaganda” contra el Estado, además de dos años de restricción para salir del país o afiliarse a organizaciones sociales o políticas. Se trata de la tercera sentencia que recibe en quince años por supuestas actividades propagandísticas, evidencia del cine combativo que el director ha decidido sostener frente a un régimen teocrático profundamente represivo.

El cine de Panahi ha sido históricamente incómodo para las autoridades iraníes por su insistencia en exponer la condición de la mujer, la desigualdad estructural y la violencia institucional. Sus películas han provocado tensiones políticas, censura y prohibiciones, precisamente por articular un cine político, humanista y de incisiva crítica social. Un simple accidente continua con esa opción y su denuncia de la represión en Irán, tanto en la esfera política como en la moral cotidiana, generó amplias controversias.

Con esta obra, Panahi no sólo obtuvo la codiciada Palma de Oro, sino que se convirtió en el segundo director iraní en conseguirlo, tras su maestro Abbas Kiarostami con El sabor de las cerezas (1997). Con ello se integra al selecto grupo de cineastas que han ganado los tres festivales más prestigiosos del mundo: Venecia con El círculo (2000), Berlín con Taxi (2015) y ahora Cannes. Su nombre se suma así al de figuras insignes como Antonioni, Clouzot y Altman.

La película narra la historia de un mecánico iraní que, tras un encuentro fortuito con un hombre que le recuerda a su torturador, se ve obligado a revivir su tiempo en prisión. A partir de ese momento, se embarca en una búsqueda obsesiva por verificar la identidad de ese posible verdugo para consumar una venganza largamente contenida.

En esta ocasión, Panahi entrega un thriller político de apariencia sencilla pero de enorme densidad conceptual. La película despliega una narrativa precisa, intencional y profundamente cargada de significado, en la que la venganza, los traumas de la represión y los dilemas morales emergen con nitidez. Lo que comienza como un accidente trivial se transforma en catalizador de heridas enquistadas, dando lugar a una inversión de roles donde el torturador se desplaza hacia la figura de torturado y la venganza aparece como un impulso casi inevitable.

Es, sin duda, un cine de resistencia, rodado desde la experiencia directa de un cineasta acostumbrado a la persecución política. Panahi, víctima él mismo de censura y encarcelamiento, filma una denuncia entre líneas, construyendo cada escena con una precisión quirúrgica para desmontar un sistema autoritario, corrupto y profundamente misógino. Su crítica social es firme, valiente y articulada con una sutileza que no diluye su fuerza.

A pesar de la gravedad del tema, el director equilibra la dureza del relato con momentos de humor inesperado, rozando la tragicomedia al estilo de los hermanos Safdie, pero en clave iraní. Lejos de restar hondura al discurso, estos momentos aportan humanidad y complejidad emocional.

La película no reduce a sus personajes a arquetipos de víctima o héroe: son seres fracturados, contradictorios, atrapados entre el deseo de justicia y el peso ético de sus decisiones. La frase “No somos asesinos. No somos como ellos” se erige como síntesis del dilema moral central. La venganza no se presenta como liberación, sino como una carga que amenaza con reproducir la misma barbarie que se pretende combatir.

Un simple accidente destaca por su impactante fotografía del desierto, el uso magistral del silencio, la composición en planos fijos y un guion de enorme contundencia simbólica. En definitiva, es una obra mayor, justa ganadora de la Palma de Oro.

Sencilla en apariencia, poderosa en su discurso y atravesada por personajes de una humanidad contradictoria, confirma al cine iraní como uno de los más audaces y lúcidos del panorama mundial. Panahi, con su permanente hibridación entre ficción y documental, se acerca cada vez más al nivel de Kiarostami, consolidando una tradición cinematográfica que continúa desafiando los límites del arte y de la censura.

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