CULTURA|OPINIÓN
Odisea estética por Chile
El artista y productor cultural están atentos a encontrar vetas de oro, como nuestros antiguos compatriotas en los albores de Chile, antes que crear una industria sostenible en el tiempo. No hay proyecto a largo plazo, pero sí la emoción de demostrar tu audacia al resto.
Los clichés de Chile que Joaquín Edwards describe en sus crónicas siguen presentes en el arte chileno. No llegamos a construir industrias, sino a buscar vetas de oro y cobre. Una cultura de apostadores que recorre desde los industriales hasta los desempleados. Y en el arte no es distinto.
Hay un valor transversal en el arte chileno que recorre también desde directores de museo hasta los artistas emergentes, y es lo que normalmente llamamos “hacer la del vivo”, “darle el palo al gato”, o “achuntarle”.
El mismo valor que se asoma en una discusión cotidiana cuando alguien sobresale mediante una astucia ante un erudito.
El artista y productor cultural están atentos a encontrar vetas de oro, como nuestros antiguos compatriotas en los albores de Chile, antes que crear una industria sostenible en el tiempo. No hay proyecto a largo plazo, pero sí la emoción de demostrar tu audacia al resto, en una competencia con sus propios códigos.
El ethos de arte hoy se siente como Parisi: el sistema está corrompido en su alma, entonces los ganadores solo se definen por cuanto provecho pueden sacar de esta situación. No creemos en la sociedad, por eso la hackeamos. Un hackeo exitoso es sinónimo de respeto de los pares.
En el fondo hay un lago de nihilismo, de incredulidad y desánimo colectivo. Y sobre él construimos el uno sobre el otro, solo atentos a la competencia cercana, al artista de moda, al discurso que está en auge.
Hoy el arte se siente como una gran fachada sostenida por todos para que no nos queme el sol. El contraste de luz y sombra que produce esa utilería, se proyecta también en el ámbito académico.
En la universidad se habla de héroes. Las vanguardias, por ejemplo. Cómo Picasso cambió el curso de la historia, como lo hizo Juan González en Chile también. El genio de Santiago Sierra o la tragedia de Malevich. Pero todos esos héroes, pintados en grandes retratos épicos por los profesores, se ven reemplazados al salir de la universidad por simulaciones actuales que se basan en residuos del discurso de sus héroes. Una enorme cantidad de pseudo academicismo dónde te enseñan a maquillar textos, engañar lectores, y hacer de la deshonestidad intelectual una práctica normalizada, un estándar propio casi.
Una enorme cantidad de energía desperdiciada en concretar obras a medida que no interesan más que a los propios feligreses. El telón de fondo es una cultura neoliberal imperceptible. Lo que denota una ética neoliberal a diferencia del capitalismo clásico es entender todo en términos de economía, totalizarla como principio en el cual generar ingresos es bueno y aquello que genera ingresos debe ser respetado y aprehendido por los demás artistas en vez de chaqueteado.
Esto resuena con muchos religiosos de hoy, que no creen en los dioses tanto como en las instituciones normativas religiosas. Existe la teoría de George Dickie que la quintaesencia del arte es su institución, que esta es la piedra angular para comprender el concepto de arte. Pareciera que este discurso logró una hegemonía inesperada en Chile porque el arte como una inteligencia profunda y sensible dejó de importar.
Lo que vemos hoy es un escenario disperso, con chispeos de vida. Vemos a los últimos del colegio, colegio privado de baja categoría, unidos una vez más por sobrevivir. Solo tiene que lograr lo suficiente para seguir pasando de curso en la vida. No tienen aficiones, no estudian, no discuten. Tienen riñas personales, pero no de arte. No hay disputas como la del arte pop contra el expresionismo abstracto. Hay, como en periodismo, una cultura del who is who. Con quién llevarse bien, en qué bares encontrarlos. Y se admira a estas personalidades por su capacidad de torcer la maquinaria de la gente capaz para que los incluyan.
Este es sin duda el gran trofeo del arte chileno. No hay intelectuales, esos artistas que interceden en asuntos sociales con respeto inevitable del público, como Neruda por ejemplo. No hay tampoco héroes, sólo bufones, y las tensiones se centran en quien pertenece a una mejor corte. Sucede lo mismo con los representantes culturales en política, actores de segunda categoría y operadores políticos que en su vida han estado a la altura para el cargo. Están ahí por su capital mediático. Son conocidos y apelan a emociones a priori, o son técnicos especializados capaces de sortear un ministerio sin tener el mínimo conocimiento porque en último término, ni siquiera se requiere.
El trofeo entonces, reservado para una selecta munoria, es, como colero en la feria de la clase media, alcanzar el premio mayor de uno a dos millones mensuales y el reconocimiento de los demás reclusos, sobre todo por cómo sorteaste las dificultades de la vida. Nada remotamente parecido a los héroes que todos conocimos en la universidad, personas obsesivas y competentes, enemigos de la comodidad y la cultura burguesa.
El paisaje
Cuando se habla de arte en Chile, las conversaciones suelen tomar como puntos de partida instituciones o eventos. No se habla de líneas estéticas, de tensiones intelectuales. El artista chileno promedio apenas lee y no trabaja más de 20 horas a la semana.
El resultado es un teatro donde el público hace el esfuerzo mental de creer lo que se le propone por el bien común de la ficción que habitamos.
Antes la distancia del arte se solía representar por la clase trabajadora que no participaba de los códigos culturales del arte de vanguardia. Hoy, la distancia parece más bien una barrera invisible que se sitúa entre la cultura de las instituciones artísticas y la cultura nacional.
La sensibilidad chilena que prolifera en redes sociales por ejemplo, es mucho más sofisticada y desarrollada que la que auspician los fondos del estado, incluso que el promedio de las exposiciones producidas por los pocos expertos en arte que tienen cupo en la escena cultural.
En parte se debe al parisismo cultural, dónde las élites son un enemigo y los hackers del sistema, los héroes. Una cultura decadente que compite por quién arranca la mejor parte del barco en vez de intentar sacarlo a flote.
Paralelamente una federación de derrotados ha hecho de la derrota un bien moral, y del triunfo un motivo de desconfianza. Nunca se había visto tanta pornomiseria, tanto incentivo para ser un paria como el arte actual. Esta suerte de degeneración de la cultura del Mayo del ’68 encalló en la institución artística. El mundo del arte es el reflejo de Chile si la cultura del apruebo hubiese triunfado y logrado hegemonía. Una cultura hundida en su propia incompetencia, su propia incapacidad, más allá de las aparentemente nobles intenciones.
El artista chileno es de izquierda, prácticamente todos. Esto no tiene por qué llamar la atención, excepto por dos aspectos: primero, que la izquierda no ha sido capaz de generar políticas de cultura más aya de los “bonos” del Fondart, dónde en vez de invertir el capital estatal se le dona a ciertos artistas un poco de dinero para que haga una actividad discontinua. El museo más importante de Chile no ha salido de la quiebra en décadas, con trabajadores ad honorem, y las condiciones del artista promedio siguen siendo paupérrimas.
Este compromiso, más que con la teoría política, es con una comunidad que si no se cuida entre ella, desaparece.
La otra curiosidad es lo que hoy llamamos izquierda. En los 2000 aún la izquierda era la cultura de los trabajadores. Con sus luces y sombras, con su machismo y homofobia rampante.
El arte de hoy está tan pendiente de los desplazados que ha convertido al desplazamiento en un activo. La izquierda del 2000 se sentía mejor que sus contrincantes políticos, superiores a ellos. Más cultos, más complejos y profundos que los burgueses cuyo talento se remitía a las matemáticas. Hoy estos mismos criterios son leídos con desconfianza por el sector, y se apela como contra argumento una subjetividad relativista.
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