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Julio Zegers, pasajero del tiempo CULTURA|OPINIÓN

Julio Zegers, pasajero del tiempo

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Patricio Olavarría
Por : Patricio Olavarría Periodista especializado en Política Cultural
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Crónica personal sobre una conversación y las huellas del tiempo.


Hay canciones que simplemente siempre han estado ahí. Entre los amigos, en la familia, en la televisión, en la radio. En el aire. En el tiempo. Canciones que circulan, que acompañan, que vuelven sin avisar. Julio Zegers pertenece a ese territorio: el de una memoria compartida que se va formando sin que nos demos cuenta.

Lo vimos en el Festival de Viña cuando todavía era en blanco y negro, cuando Chile se reunía frente a una sola pantalla y las canciones parecían durar más que la noche. Primero fue “Magdalena”, en 1970, en un tiempo de expectativas abiertas. Luego vendría “Los pasajeros”, en 1973, cuando todo parecía moverse con una intensidad distinta. Con esas dos canciones —las dos ganadoras— quedó inscrito en la historia del festival como el único chileno en lograrlo dos veces. Pero lo verdaderamente singular es que ninguna de ellas quedó atrapada en su fecha.

Recuerdo “Los pasajeros” en un verano en Papudo, con mis padres, en una televisión pequeña. Éramos niños, pero algo intuíamos: esa canción no hablaba solo de un tren. Hablaba del paso, del viaje, de estar avanzando sin tener del todo claro el destino.

Eran años donde convivían varios sueños. El Canto Nuevo no era solo un género: era una atmósfera, una forma de mirar la vida. La música no se pensaba como producto, sino como experiencia. En ese paisaje, Julio Zegers —rubio, de ojos claros, hippie chileno— cantaba como quien deja una imagen abierta. Un tren avanza. Personas suben y bajan. Nadie parece tener el control completo del recorrido.

Muchos años después, cuando ya ese país y yo mismo éramos otros, apareció la posibilidad de encontrarme con él. No fue inmediato ni mecánico. Fue más bien la sensación de que valía la pena hablar con alguien que había sabido atravesar el tiempo sin levantar la voz. Conseguí su teléfono. Contestó con una cordialidad tranquila. Acordamos vernos una tarde de verano.

Su estudio era sencillo. Hacía calor. Me ofreció algo para tomar. Partimos con una bebida, después un café. Nos sentamos en un pequeño despacho. Yo llevaba una grabadora de esas de cassettes pequeños, hoy casi una reliquia. Estaba listo para comenzar cuando él, con una naturalidad desarmante, dijo:

—Conversemos primero. Después vemos lo de la entrevista, ¿te parece?

Y conversamos.

Me habló de su vida, de su juventud, de recorrer el país con su pareja, de vivir en las Torres de Tajamar, de dormir en el suelo sobre telas, chamantos, como se vivía entonces. Me habló del mundo hippie no como postal, sino como experiencia cotidiana. Me dijo que para él la música era poesía, y que escribir canciones era simplemente eso: decir algo verdadero, sin otra aspiración.

No había épica ni nostalgia forzada. Había coherencia. Como si “Magdalena”, “Los pasajeros” y su propia vida fueran parte de una misma línea continua.

La entrevista, en rigor, nunca se publicó. Tal vez nunca se hizo. Nos quedamos conversando, después nos tomamos una cerveza —seguía haciendo calor— y me fui a mi casa con una certeza silenciosa: no había conseguido una nota, pero había vivido algo mucho más valioso.

Años más tarde nos encontramos en el Drugstore de Providencia. El país seguía avanzando, con otros ritmos, otras preocupaciones. Me preguntó qué creía que iba a pasar. No supe qué responderle. Él dijo que le preocupaba algo más simple y más profundo: todo lo que se había logrado, todo lo que se había construido. Eso era lo que había que cuidar. Nos abrazamos. Fue un gesto breve, contenido, como él.

Hace unos meses lo vi otra vez en Lastarria. Caminaba despacio. Estaba mayor. Nos reconocimos de inmediato. Venía con un nieto, me lo presentó. Yo le pregunté al niño:

—¿Tú sabes quién es tu abuelo?

Me dijo que sí.

Julio sonrió y agregó, casi en voz baja:

—Por lo menos tengo la sensación de que hicimos algo importante.

Hoy Julio Zegers se baja del tren, a los 81 años, en un tiempo muy distinto al que lo vio cantar en blanco y negro. Pero “Los pasajeros” sigue avanzando. Porque hay canciones que no pertenecen a una época, sino al movimiento. A ese viaje persistente que atraviesa generaciones.

Seguimos viajando.

Y a veces, sin darnos cuenta, alguien deja una canción encendida para el trayecto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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