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La música como territorio común CULTURA|OPINIÓN Crédito: Cedida

La música como territorio común

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Angélica Fanjul Hermosilla
Por : Angélica Fanjul Hermosilla Directora fundadora de Vibra Clásica.
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El efecto del Gran Concierto por la Hermandad no termina con el último aplauso. Algo queda vibrando: tal vez una mayor disposición a escuchar, una memoria compartida, la sensación de haber sido parte de algo que nos supera y, al mismo tiempo, nos incluye.


Hay experiencias que no se agotan en el momento en que ocurren porque dejan una huella y un sabor que el tiempo no borra. El Gran Concierto por la Hermandad, que Vibra Clásica realiza cada año, pertenece a ese tipo de acontecimientos que exceden la lógica del hecho mismo y se instalan en la memoria como una experiencia única y, al mismo tiempo, compartida.

Cada mes de enero, el concierto vuelve a convocar a miles de personas en un mismo lugar: la Estación Mapocho. Personas distintas en edad, trayectorias y miradas se sientan juntas para vivir una experiencia que no se consume en solitario ni se explica del todo con palabras. La música clásica -tan asociada a veces a lo individual o a la alta cultura- se manifiesta aquí como una sensibilidad colectiva.

Escuchar música en comunidad exige algo que a veces escasea: atención, silencio compartido, respeto por el tiempo del otro. Ser parte de una orquesta depende, asimismo, de la escucha mutua: los coros respiran juntos, las voces infantiles y profesionales se entrelazan sin jerarquías visibles. Esa coordinación delicada, casi invisible, es una metáfora poderosa de convivencia en armonía.

La inclusión de coros infantiles y de músicos y cantantes semiprofesionales es, en este sentido, profundamente significativa. No solo se abre el escenario, sino también el proceso. Para esos niños y jóvenes, participar del Gran Concierto por la Hermandad trasciende la interpretación de una obra porque es sentirse parte de algo más grande, en un espacio de reconocimiento y desafío compartido.

La música, cuando se vive así, nos eleva. Se produce una suerte de desplazamiento interior: nos transporta a un estado donde las emociones se ordenan, se liberan o aparecen por primera vez. Algo se destraba o algo nace. La experiencia estética tiene la capacidad de abrir un espacio donde lo humano se expresa sin más explicaciones.

Este año, el Gran Concierto por la Hermandad vuelve a realizarse en enero (el lunes 12) con la sinfonía “Raíces y Alas”, escrita por el compositor chileno Sebastián Errázuriz. Son cinco movimientos que dialogan con la vida y el espíritu de Gabriela Mistral, poniendo en el centro la infancia. La música se vuelve así un acto ético, porque recuerda que proteger la infancia no es solo una política pública, sino una responsabilidad colectiva que también se ejerce desde la cultura y la sensibilidad.

El lugar también importa. El Centro Cultural Estación Mapocho no es solo un recinto: es un espacio simbólico de encuentro, un punto donde la ciudad se reconoce a sí misma. En tiempos de fragmentación social y desconfianza, sostener y hacer propios los espacios comunes -físicos y emocionales- es una forma concreta de recomponer el tejido social. Así, la cultura funciona como infraestructura cívica, pues permite ensayar otras maneras de estar juntos y convivir.

El efecto del Gran Concierto por la Hermandad no termina con el último aplauso. Algo queda vibrando: tal vez una mayor disposición a escuchar, una memoria compartida, la sensación de haber sido parte de algo que nos supera y, al mismo tiempo, nos incluye. En un país que busca respuestas, la música no ofrece soluciones inmediatas, pero sí puede devolver algo esencial como la confianza en la comunidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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