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Los amos del terror


En Chile el uso de la intimidación como instrumento de campaña política ha sido una constante. Quienes la usan han sido siempre los mismos: la derecha. Sólo varía la intensidad con que las siembras de miedo, incertidumbre o potencial inestabilidad, han sido ejecutadas.



En un mundo donde la inseguridad sobre el porvenir se ha hecho mayor, atemorizar con el futuro puede llegar a ser un arma eficaz. Por eso la intimidación es componente central de las «campañas sucias». Este empeño indigno ha comenzado ya, a cuatro meses de la elección presidencial.



Las «campañas sucias» nada tienen que ver con sustentar «valores». Es contradictorio autoproclamarse campeón de los «valores», como hacen hoy altos personeros de derecha, y al mismo tiempo convertirse en paladines de la «campaña sucia». Sin embargo -hay que reconocerlo- siempre han existido, no son novedad.



Cuando Aguirre Cerda encabezó el Frente Popular en 1938, la prensa de la época registra la forma como lo presentó la derecha: un demonio laico, masón, anticatólico, representante de sectores disolventes que perseguían romper la paz social y el orden moral. Allende, por su parte, fue víctima, especialmente en las campañas de 1964 y 1970, de la llamada «campaña del terror». Tanques soviéticos, bebés arrancados a sus padres para ser enviados a Cuba, supresión de la libertad de expresión y de prensa. Las falacias continuaron durante su gobierno, difundidas por la extrema derecha financiada por sus apoyos externos.



La dictadura de Pinochet y sus colaboradores militares y civiles hicieron uso intenso de la política del miedo. Su macabra presentación en sociedad el mismo 11 de septiembre y los días siguientes tuvo por objetivo infundir miedo. El llamado «Plan Z», una elaborada pieza de terror sicológico, utilizaba el temor para generar adhesiones e inducir y amparar conductas criminales. En fin, Pinochet y los suyos gobernaron a través del temor.



Para el plebiscito de 1988 las amenazas se escucharon de nuevo: el país se asomaba al caos si ganaba el «no», la economía quedaba al borde del desorden total. Se dispararía el dólar, la inversión se iría al suelo, la inflación a las nubes, los capitales foráneos huirían despavoridos, el desempleo sería gigantesco. Joaquín Lavín fue uno de los principales difusores de estas tesis, deseoso como estaba, él y sus correligionarios, de que Pinochet gobernara hasta Ä„Ä„Ä„ 1997 !!!



Si se examinan con rigor las informaciones de aquellos años uno encuentra un patrón recurrente: Lavín y los suyos repiten los mismos anuncios catastróficos para la campaña de Patricio Aylwin en 1989. Pero no solo eso: cuando Aylwin ya es Presidente, en 1990, y se anuncia el primer proyecto de reforma tributaria, Lavín intenta sembrar, una vez más, el «terror económico». En la campaña de Lagos en 1999 vuelven a resonar los mismos ecos, el mismo ansioso mensaje sobre la «ingobernabilidad».



Los maestros del miedo verdadero y del miedo inventado, los amos de todos los miedos, comienzan a ensayar ahora el «terror moral». Presentan a Bachelet como un espectro que amenaza los «valores» y la «familia», anuncian lo que hará una vez Presidenta —aunque ella diga algo distinto— y profetizan las tragedias que habrán de ocurrir en los años venideros.



Debemos tenerlo claro: es sólo el comienzo. Experimentada en las «campañas sucias», dueña y señora de todos los terrores, la derecha no vacilará.



Debemos estar preparados y advertir a la ciudadanía sobre esta estrategia, con la serenidad demostrada hasta ahora y con el espíritu que prima en la Concertación, una alianza donde conviven diferencias legítimas pero que está comprometida en las muchas coincidencias que recoge su programa.



Los amos del temor agitarán los miedos en sus discursos. Y entonces, la mayoría de los ciudadanos se preguntará: ¿de qué valores están hablando?





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(*) Jorge Arrate fue Presidente del Partido Socialista. Actualmente preside el Directorio de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales (ARCIS).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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