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Tiempo de definiciones Opinión

Tiempo de definiciones

Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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Cuando un actor político impele a otros a tomar una decisión suele decirles que ha llegado el momento de las definiciones. Pero antes de definirse por una opción u otra es preciso deliberar para tener una idea nítida del asunto que está en juego, lo cual implica tener claridad sobre la entidad que está en disputa. Tal claridad es indispensable para tomar una decisión. Por eso, la definición intelectual antecede a la decisión —es decir, a la definición política— y a la acción concreta.

La deliberación supone necesariamente poner en entredicho ciertas retóricas trilladas, consignas y lugares comunes que suelen dar por evidente aquello que no siempre lo es. El proceso de deliberación constituyente no está exento del imperativo de la claridad, máxime si se trata de la norma fundamental, a la cual se apela precisamente para dirimir los conflictos que son suscitados por las ambigüedades de las normas ordinarias. Por eso no deja de ser preocupante el hecho de que en algunos tenores y en algunas sopranos de la Convención Constitucional prime (al igual que en el coro de activistas y también, incluso, en algunos comentaristas políticos) más la hojarasca semántica que la claridad conceptual.

Así, por ejemplo, suele emplearse con cierta frecuencia la expresión “pueblo nación” sin molestarse en explicitar qué significa, cuáles son sus supuestos y cuáles serían sus implicancias. La expresión puede ser un pleonasmo, puede ser un mero eructo verbal o bien puede ser una distinción aguda. Si es lo último, cabe preguntarse: ¿cuál es el término fuerte en dicha dicción o si los dos pesan lo mismo?

Si son iguales, quienes usan tal expresión establecen una ecuación demasiado rápida entre el concepto de nación y el vocablo pueblo. Ellos, implícitamente, están diciendo que el pueblo es igual a la nación; lo cual no es en absoluto algo obvio, puesto que en una nación pueden coexistir varias colectividades disímiles entre sí, con peculiaridades culturales diversas e incluso con rasgos físicos diferentes.

Quienes, por el contrario, emplean la dicción de manera levemente asimétrica dan por sentado que el vocablo pueblo es el término fuerte. Así, de alguna manera, convierten al vocablo pueblo en sustantivo y a la voz nación en adjetivo. Si es así, urge preguntarse qué es el pueblo. Pedir definiciones no es grato, pese a que tienen la virtud de ayudarnos a entendernos mejor y a decidir mejor.

Como se sabe, las definiciones, junto con delinear un contorno, identifican algunos elementos que están en el interior de su perímetro. Dicho de otro modo: tienen un contorno y un dintorno. Puesto que las definiciones suelen ser respeccionales, habría que preguntarse, el pueblo es pueblo respecto de qué o en oposición a qué. ¿Sería en oposición a la aristocracia, a la nobleza, a la plutocracia, a la burguesía, a la intelectualidad, al proletariado, al lumpen? ¿En qué radica la esencia del pueblo? O para no plantearlo en términos tan esencialistas, ¿cuál es la característica principal, el elemento señero, la nota distintiva de la voz pueblo?

También suele emplearse la expresión “pueblos originarios”. La validez empírica de esta expresión quedará en suspenso hasta que sepamos con toda claridad qué denota la palabra pueblo para los convencionales constituyentes. Lo que sí es claro es que no son originarios. Cualquiera que haya estudiado en la enseñanza media las teorías del poblamiento americano lo sabe. Análogamente, quienes parten de otros supuestos, tampoco pueden afirmar con certeza que una vez que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso establecieron su morada en el borde occidental del Cono Sur de América.

Si logramos distinguir el pueblo de la nación, quizá, logremos encontrar una de las salidas que tiene uno de los tantos laberintos semánticos y político en los que nos hemos metido. Más de alguno de esos laberintos nos puede conducir a una reconfortante salida o, tal vez, a un abismo, aunque también cabe la posibilidad de que nos encamine a idealizaciones nostálgicas a las cuales son tan proclives los conservadores de izquierda y de derecha.

Desde cierto punto de vista estas consideraciones, quizá, parezcan impertinentes e inoficiosas. Tal vez, efectivamente, lo son. Pero no lo serían en una época que ha rebasado las fronteras del nominalismo y ha llegado a afirmar, con cierto desparpajo, que el lenguaje crea realidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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