
Manzanas podridas: cuando la política se distancia de la ética
Los escándalos recientes no son solo una mancha en la reputación de algunos líderes y funcionarios públicos, son una radiografía de lo que hemos permitido que se vuelva normal. Sí, Chile tiene que mejorar, pero esa mejora no llegará por sí sola.
Los titulares se repiten con una monotonía desalentadora: otro caso de corrupción, otra licencia médica fraudulenta, otro político que confunde el cargo público con patrimonio personal. Chile, que durante décadas construyó su reputación sobre la base de instituciones sólidas y una democracia estable, enfrenta hoy una crisis que trasciende los números económicos o las encuestas de aprobación. Es una crisis de confianza que erosiona los cimientos mismos de nuestra convivencia democrática.
La serie de escándalos que ha sacudido al país en los últimos meses –desde los casos de corrupción en diversos ministerios hasta las salidas del país estando con licencias médicas– no son eventos aislados que puedan explicarse como “manzanas podridas” insertas en el sistema. Más bien, son síntomas de una desconexión moral profunda: la normalización de la falta de ética en el ejercicio del poder público.
La banalidad del mal político
La filósofa Hannah Arendt acuñó la expresión “banalidad del mal” para describir cómo las grandes tragedias a menudo no nacen de villanos cinematográficos, sino de la normalización de comportamientos éticamente reprobables. En el Chile actual, asistimos a una versión política de este fenómeno: la corrupción se ha vuelto banal, rutinaria, casi esperada.
El problema no radica solo en ciertos actos individuales, sino en que la sociedad chilena parece haberse acostumbrado a esto, como si la falta de probidad fuera un mal inevitable de la vida pública.
Lo cierto es que la banalidad del mal político tiene costos devastadores. Cada escándalo no resuelto, cada explicación insatisfactoria, cada caso que termina en la impunidad, envía un mensaje claro a la ciudadanía: las reglas son diferentes para quienes ejercen el poder. Y cuando las reglas son diferentes, la democracia se transforma en una farsa.
El círculo vicioso de la desconfianza
Los números hablan por sí solos. Las encuestas como la OCDE o la CEP sobre confianza institucional muestran cifras históricamente bajas para el Congreso, los partidos políticos y, en general, para la clase dirigente. Pero detrás de estas estadísticas hay una realidad humana dolorosa: millones de chilenos que han perdido la fe en que la política puede ser un instrumento de transformación positiva.
Esta desconfianza no es solo un problema de imagen. Tiene consecuencias concretas en la gobernabilidad del país. Cuando los ciudadanos no creen en sus representantes, las reformas necesarias se vuelven imposibles de implementar. Cuando la legitimidad del sistema político está en entredicho, cualquier medida gubernamental es recibida con escepticismo, independientemente de su mérito.
Más grave aún, la desconfianza en la política formal abre espacio para alternativas populistas o antidemocráticas. Los ciudadanos frustrados buscan líderes que prometan “limpiar” el sistema, aunque estos mismos líderes a menudo carecen de los valores democráticos necesarios para una verdadera renovación.
La ética como fundamento, no como adorno
La respuesta habitual de la clase política ante cada escándalo es anunciar nuevas normativas, más controles, mayores sanciones. Sin embargo, la experiencia internacional y nacional demuestra que no hay ley que pueda suplir la ausencia de convicciones éticas profundas. La ética no puede ser un barniz que se aplica sobre las instituciones; debe ser su fundamento.
Esto no significa caer en moralismos ingenuos o exigir perfección angelical a los políticos. Significa, más bien, reconocer que el ejercicio del poder público requiere un compromiso profundo con el bien común que va más allá del cumplimiento formal de las reglas. Significa entender que cada peso del presupuesto público, cada decisión de política pública, cada voto en el Congreso, tiene consecuencias reales en la vida de millones de personas.
La relación entre política y ética no es una utopía inalcanzable. Existen ejemplos, tanto en Chile como en el extranjero, de líderes que han ejercido el poder con integridad, transparencia y genuina vocación de servicio público. Lo que falta no son modelos, sino la voluntad colectiva de exigir y premiar este tipo de liderazgo.
Hacia una refundación ética de la política
El momento actual puede ser visto como una crisis terminal o como una oportunidad de refundación. Se requieren cambios en múltiples niveles. En lo institucional, necesitamos mecanismos de rendición de cuentas más efectivos, mayor transparencia en el uso de recursos públicos y sanciones reales para quienes violen la confianza ciudadana. En lo cultural, necesitamos revalorar la política como servicio público y no como camino de enriquecimiento personal.
Pero sobre todo, necesitamos un cambio en las expectativas ciudadanas. Mientras sigamos eligiendo políticos que prometen beneficios inmediatos sin preguntarnos por sus valores o su trayectoria ética, mientras sigamos tolerando la corrupción como “mal menor”, seguiremos siendo cómplices pasivos de nuestra propia decepción.
Los escándalos recientes no son solo una mancha en la reputación de algunos líderes y funcionarios públicos, son una radiografía de lo que hemos permitido que se vuelva normal. Sí, Chile tiene que mejorar, pero esa mejora no llegará por sí sola. Requiere que cada ciudadano, cada votante, cada consumidor de medios, asuma su responsabilidad en la construcción de una democracia donde la ética no sea la excepción, sino la regla.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.