
Cuando el Estado sí funciona: lecciones de una pillería
El caso de las licencias médicas fraudulentas no es una anécdota. Es un espejo que refleja prácticas arraigadas, pero también muestra que hay instituciones que aún funcionan.
En tiempos de sospecha generalizada, donde la palabra “Estado” parece sinónimo de ineficiencia o corrupción, el reciente escándalo de las licencias médicas fraudulentas podría parecer una confirmación de dicha sensación. Más de 25 mil funcionarios públicos viajaron al extranjero entre 2023 y 2024 mientras declaraban estar enfermos. No uno ni cien: miles. Sin embargo, lo interesante –y políticamente esperanzador– no está solo en el escándalo, sino en cómo se detectó y cómo se actuó.
Porque lo primero que hay que subrayar es esto: la Contraloría General de la República, sin aspavientos y haciendo su trabajo, fiscalizó y cruzó datos. Así funciona bien una república. No se necesitó una caza de brujas ni un show televisivo. Discretamente se usaron los mecanismos disponibles: registros migratorios, bases de datos de Fonasa y de isapres. Y los números surgieron con claridad impactante. Más de 25 mil licencias médicas utilizadas por funcionarios públicos mientras entraban y salían del país. Un botón de muestra del ausentismo disfrazado, del abuso de herramientas creadas originalmente para proteger a los enfermos reales.
Pero la historia no termina ahí. A diferencia de otros momentos en que los informes de Contraloría dormían el sueño burocrático en algún archivo sin consecuencias, esta vez la reacción del Gobierno fue inmediata. Más de mil funcionarios fueron despedidos o forzados a renunciar. Entre ellos, un seremi, varios jefes de servicios, directivos de empresas públicas. No se salvó nadie por su rango. Empresas públicas como Codelco y Metro también actuaron con decisión.
Los de siempre quisieron ver en esto una respuesta “tardía” o “reactiva”, pero basta revisar la velocidad de las desvinculaciones y sumarios para entender que esta vez las instituciones respondieron como se espera en democracia. En tiempos de descrédito, cuando el ciudadano común tiene la sospecha instalada de que “todo se tapa”, este tipo de reacción ayuda –y mucho– a recomponer confianzas, a pensar que no todo se derrumba.
Otro actor que merece reconocimiento en este caso es la prensa. Aunque muchas veces se la critique por sesgada, alarmista o directamente interesada, lo cierto es que sin la cobertura inicial del caso, el dictamen de Contraloría no habría tenido el impacto que logró. Fue un medio opositor el que llevó el caso a la portada, amplificó el dato, lo volvió escándalo nacional. ¿Es incómodo para el Gobierno? Por supuesto. ¿Es saludable para la democracia? Claro que sí. Sin prensa libre, incluso una prensa molesta, la fiscalización institucional pierde fuerza. Mejor un periodismo fastidioso que uno que calla y se acomoda al poder. Como en tantos países lejanos y cercanos.
En esa misma línea, es justo reivindicar el rol de la oposición. Aunque a veces sobreactúe, aunque use el caso como perdigones políticos, está en su derecho –y en su deber– exigir responsabilidades, fiscalizar, abrir comisiones investigadoras si lo estima necesario. Ello también fortalece la democracia. No se trata de quién lo dice, sino de si el hecho es real y merece atención pública. Si el que levanta la voz es de otro color político, tanto mejor: será señal de que el sistema tiene contrapesos y no es un coro único de autocelebraciones.
Más allá del escándalo y de su tratamiento institucional, hay un punto incómodo pero necesario. Cada vez que se habla de “los políticos corruptos”, “los privilegiados de siempre”, “los operadores”, conviene recordar que estas 25 mil licencias fraudulentas no fueron pedidas por ministros ni parlamentarios. Fueron solicitadas por ciudadanos comunes, funcionarios administrativos, técnicos, profesionales. Muchos de los que probablemente repiten –en sobremesas y redes sociales– el mantra de que “todos los políticos son ladrones”.
Y aquí aparece una verdad importuna: no toda la corrupción viene de arriba. Muchas veces se manifiesta en lo cotidiano. En el que finge estar enfermo para tomarse vacaciones, en el que cobra sin trabajar, en el médico que firma sin ver al paciente. Aún más, se han detectado centros médicas cuya “especialidad” era las licencias truchas (90 mil pesos por 30 días). La cultura del pillaje es más transversal de lo que nos gustaría admitir. Y eso no se combate con moralina, sino con control efectivo y sanciones claras.
Finalmente, este episodio permite volver sobre un punto que ya hemos planteado en una columna anterior: el Estado necesita reformas. Pero no tijeras ni bisturíes. Recortar a ciegas, cerrar servicios indiscriminadamente o privatizar por reflejo puede sonar bien en TikTok, pero es una pésima política pública. Lo que se necesita es algo más complejo y menos vistoso: rediseñar procedimientos, reforzar controles, usar inteligencia de datos para anticipar abusos, y mejorar el estándar ético del empleo público. Un Estado más racional, más transparente y, también, más exigente con sus propios trabajadores.
El caso de las licencias médicas fraudulentas no es una anécdota. Es un espejo que refleja prácticas arraigadas, pero también muestra que hay instituciones que aún funcionan, que hay gobiernos que pueden reaccionar a tiempo y con eficacia, que la prensa y la oposición cumplen su rol, y que la democracia chilena, a pesar de los golpes, sigue respirando bien. En estos tiempos, eso no es poca cosa.
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