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La violencia escolar: la punta del iceberg Opinión Archivo

La violencia escolar: la punta del iceberg

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Fernando Chomali G.
Por : Fernando Chomali G. Cardenal, Arzobispo de Santiago.
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Este camino es más arduo que instalar detectores de metales en los colegios, aunque más hermoso, más desafiante, más exigente, pero claramente más humano. Por este sendero la violencia que crece sin prisa y sin pausa le comenzaría a dar paso a un trabajo en conjunto, riguroso y armónico.


La violencia en los colegios se ha vuelto un problema grave que como sociedad no podemos ignorar. Las armas han ido entrando en las salas de clases, situación hasta hace algunos años impensable, al menos en Chile. Este nuevo escenario requiere un análisis profundo de las causas que nos han llevado a este verdadero desastre que irrumpe con fuerza en el ámbito pedagógico y que altera todo el proceso formativo de la comunidad educativa, alumnos, docentes, familias, barrio y sociedad.

Se ha pensado en instalar detectores de metales a la entrada de los colegios, pero resulta desalentador que un lugar por naturaleza seguro, donde se transmite el conocimiento y donde crecemos en cultura y humanidad, se convierta en un escenario de rudeza, intimidación y muerte. Este fenómeno es mundial y esperamos que no llegue a instalarse en nuestro país.

El contexto de esta situación es complejo: los delincuentes en Chile son cada vez más jóvenes y violentos; muchos niños nacen y se desarrollan en un ambiente de violencia; el fenómeno de la deserción escolar ha ido en aumento y la penetración de bandas delictuales en los barrios muchos vinculados al narcotráfico también. En este contexto, el afecto recibido y entregado, tan importante en la vida, y sobre todo, en las primeras etapas de desarrollo es casi inexistente. Es doloroso constatar que, entre 2018 y 2024, 359 niños y adolescentes fueron víctimas de homicidio en Chile, con todo el dolor que significa para la familia y el entorno.

La visión imperante sobre el ser humano y las relaciones efímeras que nos guían, nos han ido alejando de la construcción de una sociedad que construya puentes de diálogo y de paz, tal como lo han pedido en reiteradas ocasiones los Papas Francisco y León XIV. Más bien, las exigencias a competir, la intolerancia, la poca capacidad de aceptar sus límites y sus fracasos y la falta de vida espiritual permiten que la rabia se anide en el interior de nuestros jóvenes. Por eso no es casual que los accidentes de tránsito y el suicidio estén entre las principales causas de muerte entre los jóvenes.

Sería interesante analizar desde una perspectiva sicológica y sociológica si no hemos caído en una especie de nihilismo, que a decir de Nietzsche es “aquella situación en que los valores supremos han perdido su vigencia; falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué”.

Ante la falta del por qué y el para qué, se ha hecho creer que la carta de ciudadanía de una persona está en su capacidad adquisitiva. Ya no se trata “del pienso, luego existo”, sino que se trata “del tengo, luego existo”. Lo importante es tener, lo que sea, pero tener. Ese es el espacio que adormece la búsqueda más profunda del sentido de la vida y opciones para encontrarla. Detrás de este modo de vincularnos hay toda una industria que opera de manera tal que se hace irresistible, porque apela a los sentidos, es decir, aquello vinculado a las emociones y al placer.

¿Será posible sincerar el modelo social y económico que nos rige y que ha permitido que la autoestima de muchos niños, adolescentes y jóvenes esté disminuida? ¿Tendremos la valentía de reconocer que la propuesta de apostar por el tener por sobre el ser, de evitar el compromiso y pasarlo bien a cualquier precio, está debilitando el alma de nuestro país? ¿Es sostenible continuar con un modelo educativo que excluye a quienes no responden al esquema de competir en el colegio y en la universidad, para tener acceso a mejores expectativas de vida según la lógica de producir para consumir?

¿Afrontaremos con seriedad y responsabilidad el deterioro de la salud mental en los jóvenes y el vínculo que tiene con el contexto en el que se desarrollan y la presencia omnipresente en sus vidas de las redes sociales y videojuegos, que los hacen estar por horas frente a una pantalla absolutamente desconectados del mundo que los rodea?

Al momento de buscar soluciones que nos conduzcan a reencontrarnos, debemos poner en el centro el valor sagrado de la vida de cada individuo y la necesidad de una experiencia comunitaria para alcanzarlo. Este contexto hace difícil generar una historia común, experiencias compartidas y proyectos comunitarios de largo aliento. Consideremos algunos elementos fundamentales:

La vocación antes que la rentabilidad

Hoy se divulga información sobre las carreras más rentables como antecedente principal para la elección profesional, cuando la vocación debe desarrollarse recorriendo un largo camino que se construye desde pequeños, respetando y promoviendo los talentos, las habilidades y las destrezas recibidas.

El espacio que debemos darles al arte y a la reflexión filosófica y teológica debe invitar a la creatividad y al pensamiento crítico desde temprana edad en un contexto de estupor y asombro frente al saber y a quien transmite el conocimiento. Es doloroso escuchar a profesores que les temen a sus alumnos y a sus padres. ¡Eso no puede suceder! Lo mismo está pasando con los médicos en relación con los pacientes y sus familiares.

Reconocer el compromiso como valor

La responsabilidad y el compromiso también deben inculcarse desde una edad temprana. Hoy las personas se quieren comprometer cada vez menos. Las responsabilidades a largo plazo parecen incompatibles con el desarrollo personal, y proyectos de vida como el matrimonio, la vida consagrada, la paternidad y maternidad escasean. Son responsabilidades hermosas pero exigentes. Hay un tremendo contrasentido en la afirmación “no quiero traer niños a este mundo frío e impersonal, cruel y violento”, cuando tampoco se pone todo el esfuerzo por humanizar los espacios formativos, ni se coloca el bien común por sobre los intereses particulares.

Las sociedades se miden por cómo cuidan a las personas más vulnerables, lo que no siempre coincide con buenos índices en lo económico sino en otras variables como el respeto por los demás, una actitud agradecida de nuestra historia y el reconocimiento del esfuerzo realizado por ellos. Es dramática la experiencia de abandono que experimentan muchos ancianos.

Pasar de una vida solitaria a una comunitaria

Los jóvenes se quejan de que están solos, no se sienten escuchados ni valorados. La situación se hace más crítica para la madre que debe criar sola a sus hijos: ella es un baluarte de la sociedad chilena, pues además de procurar el pan de cada día, se preocupa de hacer feliz a sus pequeños, esforzándose por celebrar el cumpleaños de su hijo, aunque sea con una vela y un pastel.

No menos preocupante es el caso de quienes prefieren contratar a quien cuide a sus hijos, delegando en terceros parte importante del cuidado y la formación de los valores fundamentales. Pero el tiempo no alcanza –y la forma de segregación de la ciudad tiene mucho que decir en este asunto: son millones los niños y jóvenes que pasan demasiado tiempo en las redes sociales o en la calle. El resultado es que los jóvenes se forjan sin horizontes, sin ganas de vivir, sin perspectivas de futuro ni un proyecto de vida a largo plazo. Es un fracaso mayúsculo de la sociedad, porque la soledad no es una buena compañera, pues termina en aislamiento o “malas juntas”.

Las parroquias, las universidades católicas, los movimientos juveniles y las múltiples experiencias de voluntariado, también el mundo del deporte, hacen un esfuerzo enorme por convocarlos, para enseñarles el sentido de sus vidas a la luz del Evangelio o de valores éticos universalmente aceptados como hacer el bien y evitar el mal, para transmitirles valores y, sobre todo, para que se sientan respetados en su dignidad de seres humanos, y para los creyentes, en su condición de hijos de Dios.

Los tiempos para sencillamente “estar” son cada vez más escasos. La vida se entiende en la lógica del hacer, dejando poco espacio y tiempo para la contemplación o simplemente para escuchar. Las exigencias sociales son tales que impiden esos espacios. Son muchas las personas que realizan un segundo o tercer trabajo, incluso los fines de semana, para tener más dinero.

Hoy en Chile nos rige un sistema social donde el compromiso no se recompensa. Un ejemplo de ello es que da igual casarse o no; incluso la segunda opción tiene más garantías estatales que la primera.

El actuar con violencia es consecuencia de un proceso

El enfado, la disconformidad, el desarraigo, la falta de sentido y trascendencia se van gestando en el centro de la vida, en el corazón, e inundan todo el ser. Ese proceso va entrando en el alma que, a través de cientos de manifestaciones, y de solicitudes de ayuda implícita y explícita que no siempre es escuchada, porque andamos muy apurados. Son tantos los jóvenes que nunca escucharon que se los quería y valoraba. No hubo tiempo para eso.

Hoy se nos exige tener la agenda llena, pero a nadie le importa que nuestros corazones estén vacíos. Este tiempo indolente nos prepara para competir, pero no para amar. Este tiempo sofisticado en técnicas bien elaboradas nos engaña haciéndonos creer que, si no tenemos el último modelo de esto o aquello, estamos mal. Y la experiencia nos dice, una y otra vez, que mientras más tenemos, más vacíos nos sentimos y volvemos a un círculo vicioso interminable.

Es cosa que cada uno haga el ejercicio de cuántas cosas compró solo para llenar un vacío. Al final vivimos en una sociedad que nos tiene hartos de todo y llenos de nada. Pero no aprendemos, porque el costo de bajarse de ese sistema no siempre estamos dispuestos a pagarlo: la exclusión social.

Esta realidad que nos preocupa se soluciona con una clara y decidida opción de terminar con la marginación, promoviendo una sociedad que gire en torno a la familia –lugar privilegiado para sentirnos respetados, valorados y amados–, junto con el rediseño de un sistema económico que valore la austeridad más que el consumo desmedido. Aún falta para ello, pero debemos dar los primeros pasos.

Jesús ya nos advirtió: “¿Qué provecho obtendrá la persona si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará a cambio de su alma?” (Mt 16, 26). Conviene preguntarnos: ¿estamos dispuestos a trabajar por mayor justicia social y dar ejemplo en nuestras vidas? Y quienes tenemos responsabilidades públicas, ¿somos capaces de impregnar de esperanza a las futuras generaciones y así comprometerlas en un proyecto país auténticamente humano?

Es evidente que este anhelo de largo plazo exige mucho más que instalar detectores de metales en la entrada de los colegios o repartir preservativos y ofrecer píldoras del día después a destajo, banalizando hasta el extremo la corporalidad humana y las relaciones interpersonales.

A modo de conclusión

Esos temas deberían ocupar nuestra agenda. Sería deseable que el estudio y el tiempo de quienes buscan presidir el país se dedicase a estos temas basales, dado que de ellos penden muchos otros. Ello requiere mucho coraje, pero sobre todo la convicción de que el modelo que funciona en torno al consumo y a obtener placer a cualquier precio ha fracasado, y que llegó la hora de generar una amistad cívica verdadera y auténtica. Ello parte con el reconocimiento de la dignidad del ser humano. El cambio que se requiere comienza por cambiar nosotros mismos.

Desde ese punto de vista, la propuesta cristiana es insuperable, nos recuerda que hemos sido creados por amor a imagen y semejanza de Dios, para amar y ser amados y trabajar para desarrollarnos como personas, familia y sociedad, y frente a la herida que llevamos que nos lleva a hacer el mal que no queremos y no hacer el bien que queremos, nos remite a un Salvador misericordioso que dejó su impronta en cada uno de nosotros al amarnos hasta el extremo, para salvaguardar nuestra dignidad. En el acto redentor de Jesucristo y el envío del Espíritu Santo nos convertimos en su templo, pero también en corresponsables de los demás.

Este camino es más arduo que instalar detectores de metales en los colegios, aunque más hermoso, más desafiante, más exigente, pero claramente más humano. Por este sendero la violencia que crece sin prisa y sin pausa le comenzaría a dar paso a un trabajo en conjunto, riguroso y armónico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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