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Salud y educación: una alianza imprescindible para la inclusión Opinión

Salud y educación: una alianza imprescindible para la inclusión

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Viviana Rivera Barrientos
Por : Viviana Rivera Barrientos Fonoaudióloga y Educadora Diferencial
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Invertir en el desarrollo profesional docente, en equipos escolares cohesionados y en una alianza efectiva entre salud y educación no es solo una buena idea: es una urgencia ética.


Hablar de inclusión en la escuela no es solo referirse a infraestructura o a cupos en programas especiales. Es hablar de cómo miramos a cada estudiante, de cómo reconocemos sus particularidades y de cómo actuamos frente a sus necesidades. Es, en el fondo, una conversación sobre justicia educativa.

En esa conversación, la calidad docente y el liderazgo de los equipos directivos juegan un rol clave. No basta con buena voluntad: se requieren competencias, formación y una actitud comprometida para responder a la diversidad del aula. Cuando eso falta –ya sea por escasa preparación, desinterés o limitaciones del sistema–, lo que se resiente no es solo el trabajo colaborativo, sino también el aprendizaje y el desarrollo integral de los niños, niñas y jóvenes.

Sabemos que una escuela verdaderamente inclusiva se construye desde tres dimensiones: políticas, culturas y prácticas. Pero sin una visión compartida y un equipo articulado, esa construcción se vuelve frágil. Como han señalado Muñoz y Vicente (CIPER, 2025), el sistema escolar chileno no está preparado aún para acoger con justicia la creciente diversidad del estudiantado.

Por eso urge avanzar en políticas públicas que fortalezcan de forma integral la formación docente y el liderazgo escolar. Y esto debe ir más allá del aula. En momentos en que el país debate los requisitos de ingreso a las carreras de pedagogía, es necesario recordar que la calidad no depende exclusivamente del puntaje de entrada, sino también de cómo formamos, acompañamos y cuidamos a quienes ya están enseñando. No hay inclusión sin docentes bien preparados, bien apoyados y emocionalmente contenidos.

Esto cobra aún más relevancia cuando entendemos que salud y educación no son mundos separados. El bienestar físico, mental y emocional de los estudiantes influye directamente en su capacidad de aprender, convivir y mantenerse en la escuela. Esta conexión se vuelve crítica cuando hablamos de estudiantes con necesidades educativas especiales, quienes requieren respuestas más coordinadas, personalizadas y oportunas.

Por eso, el trabajo conjunto entre salud y educación debe dejar de ser una aspiración y convertirse en una práctica sistemática. Necesitamos mecanismos institucionales que garanticen el acceso oportuno, ético y útil a información relevante sobre la trayectoria de cada estudiante. Solo así se podrán tomar decisiones pedagógicas informadas y justas.

Cuando un docente no logra advertir que un estudiante no aprende porque tiene un problema visual no diagnosticado, se vulnera un derecho. Cuando aíslan a un estudiante autista sentándolo aparte del resto del grupo sin poder ver la pizarra, es exclusión. Colocar a un niño con dificultades visuales o con trastornos de déficit atencional en la última fila del aula no es solo un error técnico: es la expresión de un sistema que no ha sabido integrar conocimiento, empatía y acción.

Del mismo modo, las condiciones de salud mental –como la ansiedad, la depresión o el estrés– impactan profundamente en la motivación y el rendimiento escolar. Muchos estudiantes viven situaciones emocionales complejas que pasan inadvertidas si no existe una articulación real entre el mundo educativo y el sanitario. En cambio, cuando el entorno escolar cuida el bienestar emocional, todo cambia: se fortalecen los vínculos entre estudiantes y docentes, mejora el clima de aula y se potencian los aprendizajes. Y cuando se detectan a tiempo los problemas médicos o psicológicos, las intervenciones son más eficaces y se evita que esas dificultades se transformen en barreras permanentes.

En definitiva, no se puede aprender bien sin salud, ni gozar plenamente de la salud sin una educación significativa. Por eso, necesitamos avanzar hacia una mirada sistémica del estudiante, donde la formación continua de los docentes y la colaboración estrecha con los equipos de salud sean pilares de un sistema más humano, más justo y más inclusivo.

El desafío está planteado. Invertir en el desarrollo profesional docente, en equipos escolares cohesionados y en una alianza efectiva entre salud y educación no es solo una buena idea: es una urgencia ética. Porque una escuela que cuida y enseña es, también, una escuela que transforma.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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