Opinión
Recordar y prevenir
El golpe de 1973 y sus casi dos décadas posteriores fueron evitables, y si hoy podemos criticar a nuestros actuales políticos por la frecuente mediocridad de su trabajo, lo mismo pudimos y podemos continuar haciendo con los políticos de entonces.
Todos los actuales actores políticos de nuestro país, así como la totalidad de los ciudadanos, vamos a recordar, una vez más, lo acontecido el 11 de septiembre de 1973, un golpe de Estado que se vino fraguando lentamente y que, hasta hoy, no pocos consideran que fue inevitable. Pues bien, ningún acontecimiento histórico es inevitable, de manera que no es del caso enmascararse detrás de esta palabra –“inevitable”– para sugerir que nada ni nadie estuvo en condiciones de hacer algo para evitar lo que ocurrió ese día de septiembre.
Y no solo ese día, sino los muchísimos que transcurrieron, a lo largo de 17 años, puesto que ese golpe de Estado no debe ser juzgado únicamente por el horror del día 11, sino por la prolongación de una dictadura para cuyo término se pusieron metas y no plazos.
Vamos a tener que seguir viviendo con la memoria de lo ocurrido entre 1973 y 1990, resultando fútiles los esfuerzos desplegados, generalmente interesados, para que demos vuelta la página y confundamos de ese modo la reconciliación con el olvido. No se trató solo de una dictadura militar, como es obvio, y a ella se sumaron, incluso hasta hoy, muchísimos cómplices pasivos, como los calificó un expresidente que no tuvo nada de izquierdista.
Una dictadura que alentó incluso pretensiones continentales, ayudada claramente por la política exterior norteamericana de entonces. Lo golpes de Estado, las guerras civiles y los conflictos bélicos entre países dejan siempre huellas imborrables, y es una frivolidad pensar o desear que alguna vez caigan en el olvido y la desmemoria colectiva.
El golpe de 1973 y sus casi dos décadas posteriores fueron evitables, y si hoy podemos criticar a nuestros actuales políticos por la frecuente mediocridad de su trabajo, lo mismo pudimos y podemos continuar haciendo con los políticos de entonces. Algunos de estos fueron figuras de primera línea en cuanto a sus talentos personales y a la pluralidad de posiciones políticas de ese momento, pero no fueron capaces de evitar el golpe. Muchos tampoco quisieron evitarlo, cayendo en la ingenuidad de creer que sería un golpe corto y que el poder volvería rápidamente a manos de los partícipes de quienes lo instigaron o respaldaron.
Hoy se nos pide mirar al futuro y esa es otra obviedad, pero permanecer atentos al presente y también el porvenir no puede ser al precio de la amnesia que muchos continúan promoviendo hasta hoy. Si bien en medio de otras bien distintas situaciones mundiales, continentales y nacionales, la democracia vuelve a estar en entredicho como la forma de gobierno más digna y esperable, y empiezan a proliferar los fanáticos de aires matonescos que, desembozadamente o no, juegan sus fichas a favor de regímenes autocráticos que consideran un bien saltarse las reglas de la democracia, ya sea desde un lado o de otro.
Entre aquellos fanáticos, que también los hay entre nosotros, apelan a la democracia solo al momento de llegar al poder, como si la única regla de esta forma de gobierno consistiera en tener elecciones limpias de nuevas autoridades, olvidando, o haciéndose los desatendidos, acerca de que la democracia pone igualmente reglas para ejercer el poder que ya ha sido ganado y, asimismo, para conservarlo, para incrementarlo y desde luego para renovarlo periódicamente.
Un gobierno no pasa la prueba de la blancura democrática el día que gana las elecciones, puesto que esa prueba se prolonga durante todo el período en que se está en el poder. ¿Que Bukele, Trump o Chávez llegaron al poder democráticamente? Pues bien, a personajes como esos hay que exigirles también el más estricto apego a las demás reglas de la democracia que hemos señalado poco antes.
Hoy todos los aspirantes a un gobierno se declaran demócratas y hacen sus campañas con fidelidad a ese tipo de reglas, pero ¿qué pasa después? Si antes de sus campañas presidenciales mostraron los dientes e hicieron amenazas antidemocráticas, adoptaron luego de aquellas una fingida moderación, salvo el caso de Trump, quién continuó mostrando siempre los dientes y que ahora ladra y muerde, o sea, que cumple sus promesas de gobernar con muy escasa atención, cuando no franco desprecio, por el Congreso de su país.
La democracia es una forma de gobierno atrevida y muy exigente. Atrevida porque, al no saber de antemano quién deba gobernar, está dispuesta a entregar el poder a cualquiera que obtenga para sí la mayoría; y exigente porque sus reglas, ineludibles al momento de las votaciones, son también imperativas cuando se ejerce, conserva, incrementa o renueva el poder antes ganado.
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