
La autonomía de la Defensoría Penal Pública: un imperativo para la justicia y la confianza ciudadana
La autonomía de la Defensoría no es un mero tecnicismo legal, sino una garantía esencial para que cualquier persona, al necesitar un defensor público, tenga la certeza de ser representada con absoluta independencia de presiones políticas o intereses ajenos a su defensa.
En el 25º aniversario de la Reforma Procesal Penal, hito modernizador de nuestra administración de justicia, es crucial reflexionar sobre los pilares que sostienen un sistema que busca garantizar el acceso igualitario a la justicia. La creación del Ministerio Público y la Defensoría Penal Pública (DPP) constituyeron pasos fundamentales para fortalecer la institucionalidad y legitimar la persecución penal, consolidando nuestro Estado democrático de derecho. Sin embargo, un elemento clave para la plena realización de este ideal aún permanece pendiente: la autonomía de la Defensoría Penal Pública.
El sistema penal acusatorio se basa en un principio fundamental: la igualdad de armas entre las partes. Esto implica que tanto la fiscalía como la defensa deben contar con las mismas herramientas y garantías para ejercer su rol de manera efectiva. Mientras el Ministerio Público goza de autonomía constitucional, la Defensoría Penal Pública fue creada como un servicio público dependiente de la administración del Estado. Esta disparidad genera un desequilibrio que compromete la justicia y la confianza ciudadana.
La autonomía de la Defensoría no es un mero tecnicismo legal, sino una garantía esencial para que cualquier persona, al necesitar un defensor público, tenga la certeza de ser representada con absoluta independencia de presiones políticas o intereses ajenos a su defensa. ¿Cómo podemos asegurar esta independencia sin una Defensoría Penal Pública autónoma?
Organismos internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la OEA, han reiterado la necesidad de una defensa técnica con garantías para actuar eficientemente y en igualdad de condiciones con el poder persecutorio, incluyendo autonomía presupuestaria, técnica y financiera.
Esta autonomía no debe interpretarse como un privilegio, sino como una condición indispensable para asegurar la real igualdad de armas en el sistema. Más aún cuando estamos próximos a la entrada en vigencia de la Fiscalía Supraterritorial que cambiará por completo la lógica de la persecución penal, lo que probablemente acentuará el desequilibrio actual del sistema.
No se trata de desconocer la necesidad de fortalecer al Ministerio Público. El crimen organizado y los delitos complejos exigen herramientas modernas y mayor coordinación. Pero eso no puede traducirse en ceder frente a normas del debido proceso, el respeto a los derechos fundamentales y el equilibrio de quienes intervienen en el proceso penal.
Sin ello, corremos el riesgo de caer en la deslegitimación del poder punitivo del Estado y, con ello, debilitar la confianza ciudadana en la justicia.
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