
La ley de Jaime Guzmán
Es difícil hacer un diagnóstico de dónde estaría hoy Guzmán. De cualquier forma, como protagonista, no sería él quien estaría no sería él quien estaría apoyando a Kast o Matthei, sino Kast y Matthei apoyando los planes de Guzmán.
¿Qué habrá pasado por la cabeza de Ruth Hurtado para osar afirmar que, de estar vivo, Jaime Guzmán hubiese votado por Kast?
“Con Jaime Guzmán no se juega”, recuerdo que me dijo una vez Gonzalo Rojas, cuando insinué que Guzmán no estaría de acuerdo con la agregación de economicismo y moral sexual en que se había convertido el “discurso” de la UDI, a un cuarto de siglo de su muerte.
“Con Jaime Guzmán no se juega”: exactamente las mismas palabras, son las que emplea hoy el presidente de la UDI contra Hurtado.
“A Jaime Guzmán no se lo toca”, porque a los santos y mártires no se los toca. Así puede traducirse el mensaje.
No imagina Hurtado el nivel de lo que hizo. Probablemente no lo imagine, incluso aunque haya actuado instigada por Kast y Squella o alguno de los republicanos guzmanianos.
Jaime Guzmán es un tótem, reliquia religiosa, hueso de santo, un padre muerto: la ley intangible que rige para siempre los destinos y el sentido de las acciones de los hijos, en este caso hijos políticos.
Esa ley del padre es lo que está destruyendo, precisamente, a la centroderecha, especialmente a la UDI y una parte grande de RN, también a la pequeña camarilla de oligarcas economicistas de Evópoli.
La “ley de Guzmán” es destructiva. Porque “la ley de Guzmán” está en plena oposición a la acción de Guzmán.
El Guzmán recordado, momificado por sus seguidores, es como un vampiro o un Gólem artificial que se nutre del espíritu vital y dinámico del Guzmán que efectivamente vivió y fue asesinado una tarde de 1991.
Guzmán fue un político descollante, sobrepasaba por lejos a cualquiera en su sector. Unía genialidad, voluntad y constancia, entrega absoluta a la causa. Y una capacidad sobresaliente de comprender la situación y sus modificaciones.
Su acción se fundaba en pocos principios, pero “graníticos”, como usaba decir. Su acción era, por lo mismo, impredecible, sorprendente, excepcional, altamente mutable, veloz.
Fue un admirador de Franco, de inclinaciones corporativistas y tradicionalistas, durante su juventud. Para la UP, se transformó en el defensor más acérrimo de la democracia liberal y los derechos humanos. Tras el golpe, abrazó la causa de la dictadura, el libre mercado, la subsidiariedad negativa, y asumió la redacción de la constitución que nos rige. Vuelta la democracia, vuelve Guzmán a ser un demócrata liberal. Y ¿cuál fue su primer acto en democracia? El de un “traidor” (así le decían). En vez de votar por la candidatura segura de Jarpa para presidente del Senado (estaban los votos), le dio su apoyo a un opositor a Pinochet, un crítico de la dictadura a la que Guzmán aún defendía: Gabriel Valdés.
Guzmán cambió casi todo en su vida, mucho más rápido que quienes le rodeaban. Probablemente lo único que no alteró fueron su fe y su anticomunismo.
Por eso, no saben lo que hacen ni lo que dicen: ni quienes se atribuyen el apoyo de Guzmán, ni quienes llaman a no tocar al tótem momificado que han construido en sus cabezas.
Es difícil hacer un diagnóstico de dónde estaría hoy Guzmán. Especialmente porque, de estar vivo, es él quien habría influido radicalmente en la historia política del país al punto que las discusiones y las alianzas probablemente serían otras. Además, como protagonista, no sería él quien estaría apoyando a Kast o Matthei, sino Kast y Matthei apoyando los planes de Guzmán.
Pero, además, Hurtado pateó un avispero.
Porque sorprende a las derechas en luchas electorales enconadas, pero sin un pensamiento propiamente político, sin una visión nacional, sin una concepción del ser humano y de la tierra, del orden de las décadas por venir.
¿Dónde estaría Guzmán hoy? ¿Se mantendría atado a la combinación de democracia protegida, economicismo y moral sexual de 1991? ¿O hubiese alterado a pasos veloces sus posiciones, ajustándose a centro derechas europeas? ¿Habría sido candidato presidencial o se hubiera quedado en cargos de tono más ideológico? ¿Qué hubiera sido de las trayectorias de Longueira, Coloma, Chadwick, Leay, Orpis, Cubillos, los hermanos Silva, de la plétora de jóvenes a los que formó? ¿Qué, de los cuadros universitarios y poblacionales?
No lo sabremos.
Sí puede, sin embargo, aventurarse algo. Tal como cambió con velocidad asombrosa cada vez que cambiaron las circunstancias sociales, políticas y económicas, así también, de seguir en la política, claramente se encontraría en posiciones que para la mayor parte de sus apóstoles y seguidores serían inconcebibles. Lejos, en todo caso, de la estéril consagración de economicismo y moral sexual que tiene a la centroderecha al borde del colapso.
Para quien lo dude, para tanto recalcitrante del discurso del interés individual, del “Chicago-Gremialismo”, de la vida social, económica y política de las frivolidades, sirvan las palabras siguientes del propio aludido: “Quiero tocar una campana de alerta. Si la mejor de nuestra gente se aleja del Servicio Público y sólo se dedica a ganar plata, nuestras ideas, nuestros principios, nuestros valores se van a perder y no se quejen después del Chile que van a vivir sus hijos… quizás con los bolsillos llenos, pero con las almas vacías”.
Aquí uno se ve tentado a decirle a tanto militante del filisteísmo oportunista: con Guzmán, con el que realmente existió, no se juega.
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