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“Nemico della patria”: el lenguaje que permanece
Kast puede demostrar que la victoria electoral convive con el reconocimiento de la legitimidad del adversario derrotado.
Cuando el adversario político se convierte en enemigo existencial, la persuasión cede ante la clasificación moral. Una ópera sobre la Revolución Francesa advierte sobre lo que ocurre cuando el poder deja de justificarse.
José Antonio Kast ganó la presidencia de Chile. Su principal desafío no será programático sino retórico: desactivar el lenguaje que durante meses convirtió a Jeannette Jara en enemiga existencial de la democracia. La elección terminó. El lenguaje permanece.
Durante la campaña, ambos candidatos poblaron el debate público de advertencias morales que presentaban al adversario como amenaza a la supervivencia democrática. Este desplazamiento revela un síntoma de mayor alcance, cuando la contienda electoral se formula como lucha entre el bien y el mal, la política abandona la persuasión y adopta la lógica del juicio.
La ópera Andrea Chénier de Umberto Giordano, estrenada en 1896 y ambientada en la Revolución Francesa, advierte sobre lo que ocurre cuando el lenguaje político deja de describir conflictos para clasificar personas. La partitura y el libreto muestran cómo un poder que se concibe como virtud encarnada termina vaciándose de legitimidad.
La revolución y sus palabras
Andrea Chénier trata sobre la mutación del lenguaje político. Sobre el momento en que una revolución deja de persuadir porque se concibe como virtud encarnada.El personaje decisivo es Gérard, antiguo sirviente humillado por la aristocracia, ahora funcionario del nuevo orden. Gérard comprende, con lucidez tardía, lo que ha ayudado a crear.
Ese reconocimiento ocurre en el aria “Nemico della patria“. Giordano suspende la épica colectiva. La orquesta se oscurece, el tempo se arrastra, la línea vocal desciende a registros graves que comprimen la voz en lugar de liberarla. La música dramatiza el peso del poder, no su gloria.
“Nemico della Patria?!/È vecchia fiaba che beatamente/ancor la beve il popolo” (“¿Enemigo de la Patria? Es una vieja fábula que el pueblo todavía bebe beatamente”). Gérard interroga el término que organiza la nueva moral política. “Enemigo de la patria” produce una identidad moral en lugar de describir una conducta.
Gérard construye un expediente burocrático, “Nato a Costantinopoli? Straniero!/Studiò a Saint Cyr? Soldato!/Traditore! Di Dumouriez un complice!/E poeta?/Sovvertitor di cuori e di costumi!” (“¿Nacido en Constantinopla? ¡Extranjero!/¿Estudió en Saint Cyr? ¡Soldado!/¡Traidor! ¡Cómplice de Dumouriez!/¿Y poeta?/¡Subversor de corazones y costumbres!”). Cada pregunta deviene clasificación. La política adopta la forma del fichaje.
El historiador Quentin Skinner ha demostrado que las palabras políticas son actos, nombrar a alguien “enemigo de la patria” no describe una conducta, sino que produce una identidad moral que autoriza acciones. El lenguaje no constata, constituye. Gérard lo comprende. La patria se vuelve criterio de clasificación que excluye sin deliberar.
Virtud y paradiástole
Aquí actúa la paradiástole, figura retórica que desde Aristóteles hasta los humanistas del Renacimiento designa la operación mediante la cual los vicios se redescriben como virtudes y las virtudes del adversario como vicios. La severidad se nombra justicia, la violencia pedagogía, la exclusión cuidado del cuerpo político.
Pero Gérard enfrenta una lucidez devastadora, “Un dì m’era di gioia/passar fra gli odi e le vendette,/puro, innocente e forte./ Gigante mi credea… /Son sempre un servo!” (“Un día me era alegría/pasar entre odios y venganzas/puro, inocente y fuerte/ Me creía gigante…/¡Soy siempre un siervo!”). El revolucionario descubre que ha cambiado de amo sin conquistar libertad.
La confesión se profundiza, “Or io rinnego il santo grido!/Io d’odio ho colmo il core/e chi così m’ha reso, fiera ironia/è l’amor!” (“¡Ahora reniego del santo grito!/Tengo el corazón lleno de odio/y quien así me ha hecho, fiera ironía/ ¡es el amor!”). El poder que se proclamaba razón pura se revela pasión. Gérard firma la condena sabiendo que obedece al deseo, no a la justicia.
La escenografía confirma lo que la música anuncia. El cuerpo de Gérard se cierra, la mirada baja, el gesto se vuelve burocrático. La política adopta la forma del expediente. Gobierna quien decide quién pertenece.
La ópera anticipa aquí una intuición del republicanismo moderno, la libertad se pierde primero por dependencia arbitraria, antes que por prohibición explícita. Vivir bajo un poder que nombra, sin control, quién es legítimo y quién amenaza, incluso en nombre del bien común, es vivir sin libertad política. Basta un lenguaje que cierre la disputa.
El desafío del presidente electo
Andrea Chénier señala algo preciso, cuando un actor político se presenta como encarnación del bien, altera las reglas del desacuerdo democrático.
Kast enfrenta este desafío. Gobernar democráticamente exige desactivar el lenguaje que presentó a Jara y a quienes la respaldaron como amenaza al orden. La legitimidad del disenso distingue un gobierno democrático de un poder que se concibe como justicia encarnada.
Andrea Chénier recuerda que el poder que se cree justo deja de justificarse. Gérard descubre que la clasificación moral reemplaza la persuasión política, que el expediente sustituye al argumento, que el tribunal desplaza la deliberación. Cuando la política adopta esa forma, la democracia se vacía desde dentro.
Kast puede demostrar que la victoria electoral convive con el reconocimiento de la legitimidad del adversario derrotado. O puede confirmar lo que Gérard descubre, que el lenguaje del enemigo sobrevive a la elección y gobierna en lugar de quien ganó.
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