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Educación superior y desarrollo regional: cuando la política pública no conversa consigo misma Opinión

Educación superior y desarrollo regional: cuando la política pública no conversa consigo misma

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Felipe A. Zúñiga P
Por : Felipe A. Zúñiga P Académico Universidad Austral de Chile Facultad de Ciencias Económicas
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En regiones, el costo de seguir diseñando políticas que no conversan entre sí es alto. Se paga en menor productividad, menor innovación y mayor dependencia de los recursos del Estado. El desafío del nuevo ciclo es claro: integrar educación superior y desarrollo regional en una misma ecuación.


Durante años, la educación superior en Chile ha sido tratada principalmente como una política social, lo que ha permitido ampliar el acceso y reducir brechas relevantes. Sin embargo, en regiones, su rol va mucho más allá. Universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica no solo forman capital humano, sino que constituyen uno de los principales activos económicos territoriales. Son grandes empleadores, pilares de actividad productiva, nodos de innovación y espacios donde se articula buena parte del desarrollo regional. Ignorar esa dimensión tiene costos que no siempre aparecen en el debate nacional.

El problema es que muchas decisiones de política pública en educación superior se han diseñado con escasa articulación intersectorial. El financiamiento, la regulación y los incentivos se discuten desde una lógica central, sin, muchas veces, una conversación sistemática con las políticas de desarrollo productivo, empleo, innovación o competitividad regional. El resultado es una desconexión creciente entre lo que se espera del sistema educativo y las condiciones reales en que este opera en los territorios.

El actual escenario fiscal tensiona aún más esa desconexión. El Presupuesto 2026 contempla un aumento acotado del gasto público, con un crecimiento real cercano al 1,7%, mientras que en educación el incremento bordea el 2,2% real, concentrado mayoritariamente en la educación superior y en los mecanismos de gratuidad ya existentes; por lo tanto, el margen de acción es acotado.

En un contexto de holgura fiscal limitada, con un déficit estructural del Presupuesto 2026 cercano al 1% del PIB, estas definiciones refuerzan la necesidad de priorizar y de evaluar cuidadosamente los impactos territoriales de cada decisión. Las cuatro o cinco universidades más grandes del país, en general metropolitanas, suelen tener mayor capacidad de absorción. En cambio, en regiones, cualquier ajuste se siente con más fuerza, debilitando proyectos académicos, erosionando masa crítica y reduciendo la capacidad de retener talento local.

El debate reciente sobre el financiamiento de la educación superior ilustra bien este problema. Iniciativas impulsadas con un fuerte componente declarativo y político han evidenciado debilidades de diseño cuando se analizan desde la sostenibilidad institucional y el impacto de largo plazo. No se trata de cuestionar los objetivos, sino de advertir que las buenas intenciones no sustituyen una evaluación rigurosa de riesgos y efectos territoriales. Diseñar políticas educativas sin considerar su dimensión económica regional es una forma segura de trasladar costos hacia el futuro. Esta preocupación ha sido planteada por diversos rectores del país y también por el Consejo Fiscal Autónomo.

A esto se suma un segundo desafío, menos visible pero igualmente relevante: la gobernanza. En regiones, la implementación de políticas educativas depende de la capacidad de coordinación entre múltiples actores. Servicios Locales de Educación Pública, instituciones de educación superior, gobiernos regionales, ministerios sectoriales y actores productivos conviven en un ecosistema complejo. Cuando el foco está puesto exclusivamente en la ejecución administrativa o en el cumplimiento formal de programas, se pierde la oportunidad de articular una estrategia regional coherente. El resultado es una gobernanza reactiva, que responde a urgencias coyunturales, pero no logra alinear educación, desarrollo productivo y empleo en una visión común de largo plazo.

El nuevo ciclo político abre una oportunidad para corregir esta desconexión. El énfasis en orden, priorización y uso eficiente de los recursos, planteado por el presidente electo, puede ser una señal positiva si se traduce en una mejor articulación entre educación y desarrollo económico. Priorizar no significa recortar sin criterio, sino asignar recursos con información, entendiendo dónde generan mayor impacto y cómo contribuyen al desarrollo de los territorios.

Mirar la educación superior como infraestructura económica regional implica cambiar el enfoque. Significa preguntarse qué tipo de oferta formativa necesita cada región, cómo se vincula, por ejemplo, con su matriz productiva, qué instituciones cumplen un rol estratégico y qué incentivos permiten sostener proyectos de largo plazo. Significa también reconocer que la autonomía institucional y la estabilidad financiera no son privilegios corporativos, sino condiciones necesarias para que el sistema funcione y contribuya efectivamente al desarrollo.

Si el país entra en una etapa de mayor disciplina fiscal, la educación superior no puede quedar fuera de la discusión presupuestaria y de priorización del gasto. Abordarla únicamente como una partida presupuestaria, sin evaluar sus efectos sobre empleo regional, formación de capital humano y capacidad productiva, es un error de diseño. La persistente falta de coordinación entre políticas educativas y económicas se traduce en decisiones que no internalizan sus impactos territoriales ni de largo plazo.

Corregir esta brecha no depende solo de mayores recursos, sino de mejores criterios de asignación, mecanismos de evaluación y una gobernanza regional capaz de alinear objetivos educativos y productivos. De lo contrario, seguiremos acumulando reformas bienintencionadas con resultados limitados, especialmente fuera de Santiago.

En regiones, el costo de seguir diseñando políticas que no conversan entre sí es alto. Se paga en menor productividad, menor innovación y mayor dependencia de los recursos del Estado. El desafío del nuevo ciclo es claro: integrar educación superior y desarrollo regional en una misma ecuación. Ese nuevo ciclo ya está en marcha.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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