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La falsa autocrítica de Giorgio Jackson o cómo pedir perdón sin arrepentirse de nada
La política chilena no necesita textos bien escritos que simulen humildad. Necesita dirigentes capaces de decir “nos creímos mejores y no lo éramos”, “nos creímos distintos y fuimos iguales o peores”, “nos creímos moralmente superiores y esa soberbia destruyó lo que decíamos defender”.
Giorgio Jackson ha publicado un texto que, se supone, es una autocrítica, pero que no lo es. Es algo más enrevesado y, por lo mismo, más obvio: una operación retórica de absolución personal, escrita con la pulcritud técnica de quien cree que la forma puede reemplazar a la verdad (aparte de la pedantería de agregar cinco páginas de citas y referencias bibliográficas).
No hay en él arrepentimiento, hay cálculo. No hay revisión de principios, hay reacomodo discursivo. No hay aprendizaje, hay defensa encubierta de una superioridad moral que se niega mientras se reafirma.
He esperado en vano una aclaración, por eso no la comenté de inmediato. Ingenuo yo, esperaba que en el caso de Jackson hubiera un reconocimiento de la enorme cuota de responsabilidad que le cabe a él y a su generación de políticos en el desastre del progresismo y en la mala evaluación no del Presidente, pero sí del gobierno. La verdad es que no han sido capaces de demostrar sus capacidades, como a estas alturas ya lo habían hecho otras generaciones que los precedieron. Les quedó grande el poncho y aún no lo reconocen. Mucha cita, muchas palabras y conceptos difíciles, pero poca sustancia. Como dice un amigo mío, si a esta generación, la de Jackson, le hubiera tocado enfrentar el plebiscito de 1988, capaz que hubiéramos perdido. Pero vamos al texto:
La primera impostura es conceptual. Jackson habla como quien “reconoce errores”, pero jamás identifica el error fundacional del frenteamplismo que él mismo ayudó a construir: la convicción de que no eran simplemente distintos, sino moralmente superiores. No mejores políticas, no mejores diagnósticos, no mayor lucidez histórica: mejores personas.
Ese fue el pecado original. Y ese pecado no fue retórico ni accidental: fue su verdad y sigue siéndola.
Durante años, Jackson fue el principal arquitecto de una narrativa que dividía la política chilena entre los puros y los contaminados, entre quienes “no transaron” y quienes “cedieron”, entre los que “no robaron” y los que “se acostumbraron”. Desde ese pedestal moral se juzgó a toda una generación que sí luchó, sí resistió y sí gobernó (con errores, con límites, pero también con sentido trágico de la historia).
Hoy, cuando esa superioridad moral se derrumba por el peso de la realidad, Jackson no la repudia: la disfraza.
Habla de “excesos”, de “lenguajes”, de “tonos”. Nunca del núcleo ideológico que los llevó a creer que la ética sustituía a la política, que la virtud reemplazaba al poder, que bastaba ser correctos para gobernar bien.
La segunda impostura es moral. La autocrítica sincera exige asumir responsabilidad. No solo por lo que se hizo, sino por lo que se legitimó. Jackson no asume su rol como autor intelectual de una cultura política que terminó expulsando aliados, humillando trayectorias y dinamitando confianzas. Una cultura que convirtió la sospecha en método, el escrutinio moral en arma y la cancelación en práctica cotidiana.
Esa cultura no nació sola. Tuvo nombre, rostro y discurso. Y Jackson fue su principal legitimador.
Por eso resulta inaceptable que hoy escriba como si hubiera sido un observador externo de un clima que simplemente “se generó”. No: él lo diseñó, lo defendió y lo administró. Y cuando ese clima se volvió irrespirable, pretende salir de escena con un texto elegante, pero vacío de verdad.
La tercera impostura es política. Jackson sigue sin entender —o se niega a admitir— que la política democrática no se funda en la pureza, sino en la convivencia entre diferencias legítimas. Que gobernar no es demostrar virtud, sino hacerse cargo de la complejidad, de los límites, de la ambigüedad moral del poder. Que quien cree estar moralmente por encima de los demás termina inevitablemente por debajo de la realidad.
Su texto no abandona esa matriz. Solo la suaviza. Cambia el tono, no el supuesto. Sigue hablándonos desde alguien que “aprendió”, pero nunca desde alguien que se equivocó de verdad.
Y aquí está lo más grave: una autocrítica falsa no solo absuelve al autor; impide el aprendizaje colectivo. Porque si el problema fue solo el exceso de convicción y no la convicción misma; si el problema fue el estilo y no el dogma, si el problema fue el lenguaje y no la idea de superioridad moral, entonces todo puede volver a repetirse.
La política chilena no necesita textos bien escritos que simulen humildad. Necesita dirigentes capaces de decir “nos creímos mejores y no lo éramos”, “nos creímos distintos y fuimos iguales o peores”, “nos creímos moralmente superiores y esa soberbia destruyó lo que decíamos defender”.
Mientras Jackson no sea capaz de escribir eso —no con elegancia, sino con verdad—, su autocrítica seguirá siendo lo que es hoy: un brillante ejercicio de retórica al servicio de la negación moral.
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