
1 madre, 2 hijas, 6 allegados, 10 perros, 12 gatos y “n” pericotes
Así vivía una de las 60 familias que Hogar de Cristo atiende en Coquimbo, en su programa de ayuda domiciliaria a cuidadores de personas con discapacidad mental.
Mirar dentro de esta casa es un viaje a lo que los especialistas llaman “deprivación social” o “pobreza severa”, y que no parece tolerable en el Chile del siglo 21. Pero existe y urge abordarla.
“Deprivación social”, sentencia María Teresa Moreno, la jefa de operación social de Hogar de Cristo en la Región de Coquimbo. Y agrega, rotunda: “Este es un caso extremo de deprivación social, que no parece posible en el Chile del siglo 21, pero lo es”.
La trabajadora social Camila Vergara (32) nos acaba de mostrar un video que registra el estado en que estaba la casa de un grupo familiar femenino que vive en una población nacida a partir de antiguas casetas sanitarias. Las imágenes son de antes de la intervención que ella lidera desde hace varios meses. El resultado la tiene profundamente orgullosa. “Hoy es una maravilla. Antes era un vertedero”, afirma.
Camila es una de las tres monitoras del programa de atención domiciliaria familiar para cuidadores de personas con discapacidad mental que Hogar de Cristo tiene en Coquimbo. Bajo la jefatura de Karen Cortés, las tres atienden a 60 hogares que viven en extrema pobreza y vulnerabilidad. Cada una se ocupa de 20 familias: en Las Compañías, en Tierras Blancas y en Coquimbo Alto. Este último es el terreno de Camila.
La deprivación social es un concepto que utilizan la psicología, la sociología y el trabajo social para describir la falta de acceso a recursos y oportunidades esenciales para el bienestar de un ser humano. La casa que vemos en el video es el hogar de tres mujeres –madre y dos hijas–, cuyas vidas encarnan plenamente el concepto.

Diógenes también vive aquí
La madre (53) y la hija menor (23) tienen discapacidad intelectual. Ninguna de las dos sabe leer ni escribir.
La casa no tiene acceso a luz eléctrica, porque la deuda que arrastran es impagable. Ahora están “colgadas”, dice la dueña de casa en un susurro, como para que no la pillen. Deben más de dos millones de pesos, entre cuentas de luz y agua impagas.
Hasta hace un tiempo vivían con 10 perros y 12 gatos. Los ratones –“pericotes”, los llaman ellas– se enseñoreaban en la noche por toda la vivienda.
Caseta sanitaria en su origen, la casa es propiedad de 8 hermanos que no han tramitado la posesión efectiva del inmueble, pero la que nunca se ha movido de aquí es nuestra entrevistada. Actualmente, también vive con ella de manera permanente otra hermana y su pareja.
En total y en promedio, son nueve las personas con algún grado de parentesco las que habitualmente pernoctan aquí. Con tanto familiar involucrado, siempre hay gente entrando y saliendo de la casa, los que según la necesidad se acomodan en dos mediaguas adosadas a la construcción original. Estos espacios se vinculan por precarios pasillos de tierra húmeda y apisonada. El terreno es amplio, pero parece una zona de guerra, lleno de cachureos de todo tipo.
En una de esas piezas, un niño de unos tres años y de raza negra, juega con un celular, tirado sobre una cama que llena casi toda la habitación.
Está al cuidado de una de las hijas, la mayor. Ella (34), que tiene discapacidad mental leve y sabe leer y escribir a diferencia de su mamá y su hermana menor, es cuidadora de niños o personas mayores. Esto le genera un ingreso mensual de unos 100 mil pesos. “Prefiero cuidar viejitos, pero hago lo que venga. Este niño es de una señora migrante que trabaja todo el día”, nos comenta.
La madre recibe una pensión de invalidez de 220 mil pesos. Y “suma monedas”, como dice, vendiendo lo que sea en la feria, dos veces a la semana. Los días en que le va bien, reúne unos 3 mil pesos. No suena alentador, porque eso es lo que le cuesta bajar y subir hasta y desde la feria del puerto. “Pero hago dedo y me llevan; no gasto en locomoción”.
Hoy el almuerzo consiste en arroz con leche. “Inventamos algo dulce. ¿Por qué siempre hay que almorzar salado?”, reflexiona la madre.
Es un potaje espeso que la hija menor cucharea durante toda la hora en que estamos con ellas. No cabe duda de que ese arroz con leche es la única comida del día.
La joven de 23 años luce menor. Parece una adolescente. No dice una sola palabra. Hace semanas que no se peina. Su larga melena pelirroja ha adquirido un look rastafari, más por falta de cepillo que por intenciones estilísticas. “No hay cómo lograr que se asee”, alega la madre. Pero al ver el estado del baño, uno tiende a comprender su resistencia al agua y al jabón. Hay un WC sin tapa montado en piso de tierra, apenas un poco mejor que un agujero negro. No hay tina y no veo ducha, solo un lavamanos quebrado.
La precariedad en que viven hace poco terminó con la madre internada en el hospital durante un mes. ¿Diagnóstico? Neumonía infecciosa.
El exceso de mascotas, la plaga de ratones, la pobre alimentación, la falta de comprensión de conceptos básicos de higiene, afectó gravemente su salud.
La tendencia a la acumulación –el síndrome de Diógenes– es evidente. En el comedor, donde conversamos, hay una enorme y pesada mesa de comedor con seis sillas que ocupan todo el espacio. El resto se completa con dos refrigeradores que no funcionan. Y que están llenos de trastos viejos.
Afuera, frente a la puerta de casa está la carcasa de un viejo Renault 5, protegido por frazadas, donde se instala uno de los muchos perros de la casa. “Es de un tío”, dicen. “Nosotras se lo estamos cuidando”.
Los avances de Camila
La trabajadora social Camila Vergara llegó a esta casa ubicada en el sector Las Encinas-San Juan de Coquimbo a través de una petición del Centro Laboral Jean Piaget, que imparte educación especial a jóvenes de entre 16 a 24 años con discapacidad intelectual. El abandono escolar de la hija menor de nuestra entrevistada alertó a los profesores, quienes pidieron la intervención del Programa de Apoyo Familiar del Hogar de Cristo. La chica dejó de ir porque le daba vergüenza no tener ropa apropiada y no contar con colación diaria, como veía que tenían sus compañeros.
Camila llegó a la casa de Las Encinas-San Juan y afirma que el caso la golpeó. Pese a que lleva 9 años trabajando en la fundación y que le toca relacionarse a diario con personas en pobreza severa –esa en que están los pobres por ingresos y por carencias multidimensionales–, la extrema precariedad en que vivían estas mujeres, inicialmente la paralizó.
“De verdad, no sabía por dónde comenzar. Tomé contacto con el municipio, con Senadis Coquimbo, con el CESFAM de San Juan, para lograr que la madre accediera a la pensión de invalidez, que le corresponde”, enumera.
Comenta que Las Encinas-San Juan, específicamente el sector conocido como “Las Casetas”, es considerado “punto rojo”. Esto significa que es un barrio peligroso, donde abundan el tráfico de drogas, las pandillas y la violencia. “Es un sector antiguo y pobre, disparejo en sus características. La calle donde vive esta familia de mujeres es de personas mayores, pacíficas, pero en la cuadra de más abajo se trafica droga a toda hora. Se han perdido las redes que le daban cohesión social al barrio. Nosotros hacemos nuestras visitas semanales en pareja por seguridad. Solemos encontrarnos con peleas, discusiones, falta de solidaridad entre vecinos, aunque, como siempre, se dan algunas alentadoras excepciones”.
Cuando visitamos la casa de esta madre y sus dos hijas, nos parece que los “logros” que enorgullecen a Camila son mínimos, frente al desolador panorama. Pero, claro, nosotros no conocimos el “antes” del proceso. Sin duda, ha habido avances.
Camila insiste en que “hoy es una maravilla, comparado con la primera vez que vinimos. Esto era un vertedero”. En sus incansables gestiones, que le han tomado cerca de un año, logró orientar el uso de una plata que recibió la hija mayor al quedar cesante.
Con eso y con cerca de un millón de pesos correspondiente a la pensión de invalidez solicitada para la madre, que es retroactiva desde que se pide, construyeron una rampa de acceso a la casa. Es un trabajo sencillo en madera que permite a la madre subir sin tanto esfuerzo, dada una cojera que tiene a causa de una herida en el pie. También compraron e instalaron vidrios en las ventanas donde quizás desde cuándo no los había; pagaron a una cuadrilla de aseo para que limpiara y sacara escombros y cachureos desde el interior (aunque el síndrome de Diógenes es más fuerte); fumigaron y desratizaron; e intentaron esterilizar a las mascotas.
Este último punto es todo un tema. La hija que trabaja afirma que gastó 90 mil pesos para que operaran a perros y gatos, pero una vecina animalista se interpuso y evitó que las operaciones se hicieran. “Perdí lo pagado. Fue todo por las puras”.
Hoy tienen “sólo” cinco perros y cuatro gatos, lo que ciertamente es una mejora.
Como la casa era un foco de infecciones, la madre enfermó y debió ser internada.
Camila describe en detalle qué ocurrió: “La acompañamos durante su hospitalización, que fue a causa de las plagas que tenían los animales. Ella debe además controlarse la diabetes, pero la alimentación en esta casa es todo un tema. Ahora hay menos tarros de jurel tirados en el suelo, pero antes estaban a medio consumir en todos los rincones. La madre baja al puerto a pedir o comprar barato restos de pescado para prepararles comida a los animales. Se preocupa más de las mascotas que de la alimentación de ella y de sus hijas”.
Comenta que en su última visita estaban comiendo avena con agua, como ahora, cuando había arroz con leche. “Cuesta mucho que entiendan la importancia de la alimentación. Hay que estar permanentemente reforzándoles el tema”.
Sin duda, el mayor logro de Camila fue lograr que la madre obtuviera la pensión de invalidez que le correspondía.
Estos dispositivos de ayuda domiciliaria del Hogar de Cristo apoyan a los cuidadores de personas con discapacidad, logrando que accedan a servicios y recursos que la mayoría de las veces desconocen. Una trabajadora social busquilla y comprometida, como Camila, consigue avances, como los que la enorgullecen. Tiene en conjunto con su jefatura un plan de intervención, donde resulta obvia la necesidad de gestionar la pensión de invalidez de la hija menor.
La monitora nos menciona algunas acciones de ese plan. Como mejorar sus relaciones interpersonales, porque conversar con ellas termina siempre en una discusión a gritos entre la madre y la hija mayor, frente a la impasibilidad de la menor. Educarlas en materia de alimentación e higiene. Orientarlas en el uso de sus escuálidas finanzas (“Hemos tratado que cada mes reserven un monto de la pensión para comprar una fonola, ya que el techo literalmente hace agua y necesita ser reforzado”). Apoyarlas con la siempre bienvenida caja de mercadería.
Pero, sin duda, un caso como éste no puede descansar sobre la sensibilidad de una sola profesional y un equipo. Requiere de apoyo coordinado de todas las instituciones del Estado involucradas. Porque aquí hay carencias en todas las dimensiones del bienestar: la salud (en especial, la mental); la educación; la vivienda; el empleo; las redes. A las que se suman los exiguos ingresos.
Camila, profesional y madre, reconoce verse profundamente afectada por estas realidades, que la han llevado a desarrollar una suerte de TOC con su aseo personal y el de su casa. Pero también sabe que de no haber tocado la puerta de esta precaria vivienda, esta familia seguiría sumida en la más completa deprivación social… en pleno siglo 21.