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Crítica de cine: “Aurora”, el archipiélago de los despojos El filme de Rodrigo Sepúlveda venció en la competencia internacional del Sanfic 10

Crítica de cine: “Aurora”, el archipiélago de los despojos

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El espesor dramático de este largometraje de ficción, inspirado en un hecho real de nuestras ciudades, resulta de primera categoría, aquí y en cualquier sala del planeta. El lente de su cámara es pudoroso, preciso y se acerca al rostro de sus personajes, sólo cuando le es necesario. Así, por su belleza fotográfica y la calidad de su montaje, la cinta del experimentado director chileno recuerda a dos realizadores del cine francés contemporáneo, a Claude Chabrol y a Philippe Claudel. Y la magnífica actuación de Amparo Noguera, seguida por el rumor del agua y de la música de Carlos Cabezas, como ruidos de fondo, nos trae a la memoria visual ciertos roles de la inglesa Kristin Scott Thomas y de la parisina Isabelle Huppert.


“No sé si me da miedo la muerte, no sé casi nada desde que llegué al mar”.

Marguerite Duras, en Esto es todo

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La tristeza, la soledad, la voz del océano Pacífico, acompaña a Amparo Noguera (Sofía), durante todo el desarrollo argumental de Aurora (2014), la cinta de Rodrigo Sepúlveda, la que se acaba de imponer en la competencia internacional del Sanfic 10. Puede parecer una exageración lo que escribo, pero en estas últimas semanas, sólo hemos tenido la dicha y la fortuna de ver puro buen cine chileno. ¿Desde cuándo que no ocurría algo así? ¿Desde fines de la década de 1980 y principios de los años ´90? Claro, cuando en esos lejanos tiempos, Silvio Caiozzi, Gonzalo Justiniano y Ricardo Larraín, brillaban con gran mérito, en una pequeña galaxia de costosas, esforzadas y trabajosas producciones.

Por ello, el siguiente factor de realización cinematográfica, debería tomarse muy en cuenta: cada vez que los directores nacionales y sus equipos creativos, fundamentan sus guiones en recortes de la prensa, en novelas y en cuentos de nuestros autores literarios, y se inspiran en historias ocurridas en las calles y ciudades locales, surgen créditos mejor hechos, con una estatura dramática más competitiva, y relatos cuyo transcurso se desangra en códigos estéticos y narrativos, mucho más profundos y logrados artísticamente.

Y como los cineastas que pueblan las películas de Almodóvar, Rodrigo Sepúlveda redactó el libreto de Aurora, basándose en el caso verídico de la profesora Bernarda Gallardo, quien en 2003, dio la batalla legal a fin de poder dar sepultura al cadáver de un bebé abandonado, en un vertedero de la ciudad donde vivía, la sureña Puerto Montt. En la trama de la cinta, en tanto, la notable docente (aquí llamada Sofía) es interpretada magistralmente por la actriz Amparo Noguera, en un papel que la sitúa en la cúspide de su carrera y en el centro de atención de este auge del realismo social, que tan buenos resultados le ha entregado al cine chileno durante estos últimos meses.

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Sofía vive junto a su esposo (Luis Gnecco) en la localidad costera de Ventanas, la que colinda con el popular balneario de Quinteros. Llevan años casados, pero no han podido engendrar hijos biológicos, pese a su unión y al cariño que se profesan. Eso, en cierta medida, ha frustrado las expectativas emocionales y la psicología del rol encarnado por Noguera; el hombre, en cambio, ha resistido mejor esas duras pruebas y dificultades situadas por las circunstancias, en su matrimonio. Y, además, hasta el momento, los procesos de adopción que iniciaron hace un tiempo, tampoco han anclado en un buen puerto.

Entonces, aparece publicada la noticia. Una niña recién nacida fue hallada muerta entre los deshechos del vertedero local, como si se tratase de otra bolsa de basura más, como si fuese otro bulto prescindible y olvidable. El suceso conmueve a la mujer, a quien se le ha negado la dicha de engendrar un embrión al interior de su alma y de su útero. Enternecida por la escabrosa situación, Sofía comienza los trámites para enterrar el cadáver de la menor, diligencias que desembocarán en un inédito proceso de adopción.

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Empezar esa gestión judicial, para la profesora, significará ingresar a la puerta de salida que la empujará a enfrentar sus más ocultos medios y secretos, una que la conducirá, inexorablemente, a enfrentarse consigo misma. De esa manera, también, se desliza la estrategia cinematográfica y audiovisual de Sepúlveda: planos medios franceses y americanos, uno que otro primerísimo encuadre; la luz nublada, a punto de ceder y de caerse, del litoral central; los focos generales sólo cuando son necesarios; el perfecto montaje de José Luis Torres Leiva, la música minimalista de Carlos Cabezas; las buenas actuaciones secundarias de Gnecco, de Mariana Loyola y de Jaime Vadell, las que auxilian correspondientemente a Amparo Noguera. Y de fondo, los bosques de pinos, el graznido de las gaviotas, el ruido del mar, el que sólo se escucha, pero que nunca aparece, el que jamás se vislumbra.

En efecto, el sonido del agua constituye un motivo y una referencia estética importantísimo en el análisis de esta película. Y la inminencia de un hecho que pronto va a ocurrir, se transforma en un tópico dramático y audiovisual. Como si el rumor que se levantara fuera de la escena, debido al oleaje del océano, corrieran de la mano, cual travelling existencial, con los kilómetros internos y mentales que debe viajar Sofía, hasta ubicar y acomodar sus pasos, definitivamente.

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En ese desenlace acuoso, este filme tiene afinidades con la reciente El verano de los peces voladores (2013), de Marcela Said, y con la cinta, ya mencionada en otras críticas, La frontera (1991), de Ricardo Larraín. Y por supuesto, que Aurora comparte ese lenguaje cinematográfico, que gira en torno al mar, en tanto destino y secuencia final de liberación, tranquilidad y dignidad espirituales, con un trío de piezas muy apreciadas por el autor de estas líneas: con Homo Faber (1991), de Völker Schlöndorff, con Los 400 golpes (1959), de François Truffaut, y con la maravillosa The Edge of Heaven (2007), del director turco-alemán, Fatih Akin.

La cámara de Sepúlveda, asimismo, y el montaje de Leiva, ya lo afirmamos, con esa fotografía casi pictórica (a cargo de Enrique Stindt), sitúan los créditos de la obra que comentamos, en sintonía con el cine de Claude Chabrol y de Philippe Claudel, por ese manejo del suspenso, por los movimientos del lente y de los tiempos narrativos, e igualmente, por el estudio del dolor femenino, que se da en algunos de los caracteres ficticios de aquel sexo, inventados por ellos.

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En efecto, la actuación de Amparo Noguera, su “humanidad”, lo complejo de su estado de ánimo, y la sensibilidad de la artista chilena para abordar su rol, nos hace recordar a las dos musas de ese par de grandes directores contemporáneos: a la francesa Isabelle Huppert y a la inglesa Kristin Scott Thomas. En especial, por el desempeño de la primera en un Une affaire de femmes (1988), del fallecido Chabrol, y la performance de la segunda en Il y a longtemps que je t’aime (2008), una hermosa película dirigida y escrita por el propio Claudel.

Los méritos de Aurora y de su protagonista, amén de cinematográficos y de literarios, son artísticos, pues ese personaje, esa mujer, su dolor, la pérdida que le carcome los sentidos y la cabeza, la frustración vital y la angustia que la tienen al borde de la locura y de la evasión total, pasarán a convertirse en una figura cumbre de nuestro itinerario afectivo: porque así como uno divisa al “hombre de las piedras” –el que buscaba incesantemente no se sabe qué- cuando se cruza el río Aconcagua, en homenaje a Manuel Rojas y a su libro Hijo de ladrón; ahora, cada vez que vayamos a la Quinta Región, y miremos hacia la costa de Ventanas, intentaremos encontrar a esa mujer que indagaba entre un archipiélago de porquería y de podredumbre, los cuerpos de los hijos que no pudo tener. Y el rostro de Amparo Noguera emergerá digno, pálido y despejado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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