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Burgos y el imperio del realismo: las claves profundas del nuevo régimen Opinión

Burgos y el imperio del realismo: las claves profundas del nuevo régimen

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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En esta ciudadela también pululan los personajes del «gatopardismo»: Walker, Martínez, Zaldívar, Escalona, Correa y buena parte del PS. El “simulacro” consiste en estigmatizar la «disidencia borracha» que arrastra una estrechez cognitiva que no se deja aleccionar por los consejos de la prudencia y el valor de una democracia –la chilena– basada en partidos e instituciones. De otro modo, el régimen político de la ciudadela de los Burgos trata de evitar la excesiva politización del tejido social y reivindica una república del centro-centro que se autoproclama inmune –exenta– a los ciclos políticos.


Sin el ánimo de abrir el baúl de la fastidiosa ideología, hay una acepción crucial que vincula el asentamiento histórico de los Burgos con los castillos medievales. Mercaderes, artesanos, ni señores feudales ni siervos. Por aquí se abrió paso la «Burguesía moderna». Me limito a citar: “Población fortificada de la Edad Media que dio lugar al desarrollo que fue la base del desarrollo occidental”. Pero si me excusan y buscamos otra definición a una categoría a todas luces controversial, se dice lo siguiente: “Clase social de la Edad Media y el Antiguo Régimen que estaba formada por los habitantes de los burgos o ciudades cuya actividad no se relacionaba con la tierra y que tenían unos privilegios laborales reconocidos; generalmente eran comerciantes y artesanos” (las cursivas son mías).

El extracto anterior no es el resabio de una izquierda atrapada en su melancolía derrotista, aunque alguien se empecine legítimamente en hacer tal lectura. Hacemos hincapié en la relevancia que adquieren los anuncios («urgencias contingenciales») de la Presidenta en los últimos días: la fatalidad del realismo que esta enraizada en los «partidos de la transición». El anuncio de gradualismo y moderación es, quizás, el síntoma político de nuestro primer párrafo. De aquí en más las reformas estarán condicionadas a «indicadores de crecimiento» y serán comunicadas a tiempo y bajo una estricta «ética de la responsabilidad».

Más allá del anecdotario, en los últimos meses la Presidenta hizo una restitución no ‘calibrada’ en favor del infranqueable «partido del orden» (Concertación y el arte del realismo) sin sopesar las innumerables consecuencias de reponer los atributos presidenciales en el nuevo ministro del Interior. Si alguien creyó que, dados los escándalos públicos, ello consistía en renovar elencos de crisis, sencillamente no entendió nada de la álgida coyuntura.

En ningún caso fuimos testigos de un ‘mero’ movimiento de piezas de ajedrez, de preservar equilibrios, de tranquilizar a las dinastías de la DC e incluso al propio Burgos y a su universo de influencias centristas. Lo que tuvo lugar en Palacio hace dos meses no fue un cambio de carteras ministeriales, sino una modificación «de facto» del «diseño político» que reinscribió el «imperio del realismo» –reorientó las relaciones de poder– y erosiono  el ímpetu reformista.

Lamentablemente el «golpe blando» sepultó los enfervorizados relatos igualitarios (el mentado «régimen de lo público») y dio lugar a una nueva ‘correlación de fuerzas’ que terminó por morigerar drásticamente el entusiasmo ‘cachorril’ de la ‘reforma’. De paso, se desplomaron las predicciones liberales de los teólogos de un conocido best seller: El otro modelo. Un primer ministro empoderado, de hábitos portalianos, pero lleno de sutilidades republicanas, que hace sentir todas sus atribuciones de Jefe de Gabinete. Una Presidenta que padece la «rutinización del carisma» (Weber: 1920) y que busca con desesperación recuperar –sin miramiento de golpes mediáticos– parte de la ‘credibilidad arrebatada’. Todo ello ante la salida de un desgarbado Peñaillilo y un séquito de operadores, enlodado por los Dávalos, por sus nexos poco claros con los Martelli, por las boletas, por G90 y ese ineludible sudor ideológico de los mandos medios de la Concertación. Y así, las cosas tomaron un rumbo predecible –pero indeseable– donde las ficciones de la Nueva Mayoría quedaron al descubierto.

[cita]Burgos entiende que los «sujetos del trauma» harán la queja justa y esperable desde la testimonialidad, pero el sollozo ideológico tiene un ‘lugar ganado’ y ‘acotado’ por los vejámenes padecidos. Después de eso, el partido de la hoz y el martillo seguirá siendo ideológicamente funcional al equilibrio institucional del bacheletismo. La disciplina política (coalicional) hecha perversión. Una vez que se ingresa a la «cultura del check in«, cuando se degustan sus olores y se acarician las bondades del Estado, las embajadas, los convenios, las dietas parlamentarias y los aeropuertos, es casi imposible buscar la «puerta de escape» hacia el mundo alternativo.[/cita]

En Chile la restauración de un horizonte democrático tuvo lugar en los años 80. Esta fue la “sala de parto” de una serie de transitólogos –con una inédita experiencia en el arte de la «persuasión institucionalista»–. Como todos sabemos, estos «transitólogos en acto» –encabezados por Edgardo Boeninger– dibujaron el itinerario político que articulaba democracia y socialismo bajo una nueva era de ‘gobernabilidad’. La propia noción de «consenso» fue ingresada como un axioma en la gramática de la transición chilena; consensos ad infinitum. La caída de toda promesa maximalista (Upelienta o no) fue una cuestión esencial que también formaría parte de la biblioteca de la transición.

Aún es posible obrar de buena fe y establecer una espesa reflexión teórica respecto del costo de mantener a salvo las rutinas del orden social –y de su conversión en ideología–. No es casual que en los años 90 los sociólogos –con la sola excepción de Moulian– aportaran una serie de tecnologías de gobernabilidad y fueran protagonistas de una sociología cortesana librada a los pactos transicionales con  los líderes de la Concertación. Aquí el Laguismo representa el summum del monopolio realista: un verdadero decálogo acerca de las certidumbres organizacionales y las rutinas gubernamentales.

El problema es que tras este indoctrinamiento, las terapias de gobernabilidad se tornaron una máxima irrevocable y hemos sido testigos de una connivencia entre democracia formal y «neoliberalismo avanzado».  A pesar de lo último, el problema estriba en que se fue agudizando una sociabilidad que abunda en institucionalismo y tiene un largo historial en las piochas de bronce del «parlamentarismo chileno».

La cuestión del orden es parte de la racionalidad de la clase política y al final del día deteriora gravemente el ciclo de la protesta social. Cabe subrayar que los “arquitectos” que han modulado la democracia chilena han instruido los límites geográficos del espacio político, como quien decide cuál será el espacio preciso, la topografía exacta de la deliberación política. Tras esta hegemonía conservadora se levanta la fisonomía moral de una cohorte de censores ilustrados, cuya piscología política administra las tramas íntimas –secretas e inaccesibles a la ‘plebe’– de la gobernabilidad. Un grupo elitario cuya «sobriedad» parece estar del lado del sentido común, la sensatez, la asepsia y el realismo. Aquí se impone la cordura institucional de una «mesocracia fiscal» que administra con certeza los clivajes conservadores de la chilenidad. Y todo ello en virtud de que las pasiones «jacobinas» devienen «dionisiacas», «tumultosas» y deben ser cesadas.

El bacheletismo desmedrado ahora se refugia en aquella casta que detenta el “principio de realidad”, aquella “oligarquía benevolente” capaz de dosificar la ansiedad de los «espíritus hiperquinéticos» por establecer reformas. Lo anterior nos remite a una oligarquía que sanciona el campo político, y de cuando en vez fustiga la inmadurez de ciertas reivindicaciones del movimiento social (AC). Se trata, entre otras cosas, de ese discurso falangista: de tono grave, paternal, solemne, no menos retórico, higiénico, presidencialista y basado en un “principio de autoridad” que sanciona las implicancias éticas –desgarbos– de la protesta social. Es decir, que funciona como un “rasero” de responsabilidad para medir la cordura o embriaguez de una movilización social que –ante el juicio de los Burgos– arrastra el pecado de la «infantilización».

Hay más de un problema en el ethos del ciudadano Burgos. Ello se relaciona con un cóctel entre un excesivo hábito de institucionalización y una celosa persistencia por resguardar las formas judicativas del establishment como si aquellas no formaran parte de una construcción eminentemente política. Todo indica que aquí la política solo existe cuando se encuentra domiciliada en los partidos, en el Parlamento y no se propone desafiar la capacidad inclusiva del sistema de partidos. De otro modo, y doy mis excusas a la causa Argentina, el ciudadano Burgos podría impugnar –en la subjetividad Boric– una «horda de montoneros», una subjetividad delirante, que puede resquebrajar las bases del «polo institucional». Una «disidencia revoltosa» que no accede a la mesura de la dominación estatal, ni menos a las intelecciones que administra la «Burguesía fiscal».

Un primer ministro embarcado en una cruzada higienizadora que rehúye el  antagonismo y modera los “desgarbos” del movimiento social. Existe un axioma en los sujetos que habitan la ciudadela de los Burgos, a saber, una democracia que cultiva la conflictividad puede friccionar imprudentemente el orden y llevarnos peligrosamente a una crisis terminal de legitimidad. La trampa ideológica es que el sujeto Burgos socarronamente (sibilinamente) nos sugiere estar en una mejor ‘posición epistémica’ para descifrar las tramas del poder político.

El rasero para determinar cuándo, dónde y cómo es posible la profundización de la democracia estaría en manos de una «intelección privilegiada» que conoce el arte de la estabilidad institucional, que entiende el uso maduro del poder, y delimita los alcances fácticos y la prudencia de la protesta social. Este secuestro del sentido común se traduce en una compulsión por instaurar un “principio prudencial”. El realismo invita a un cese de reivindicaciones y subrepticiamente se nos sugiere que la protesta social termina siendo un gesto «delirante», «pasional», «exultante» que hereda los lastres del exuberante «pensamiento utópico».

Sin duda alguna, la ciudadela de los burgos se compone de códigos de higienización y reglas elitarias acerca de cómo se organiza “idóneamente” el sentido común, y la salud de la res pública, cómo estar del lado de la cordura, como si acaso esa misma organización de ideas no estuviera sostenida en una articulación política –¡Foucault por favor!– que ocultan sus fronteras ideológicas en una colonización o secuestro del sentido común. Pero a no dudar que en esta ciudadela también pululan los personajes del «gatopardismo»: Walker, Martínez, Zaldívar, Escalona, Correa y buena parte del PS.

El “simulacro” consiste en estigmatizar la «disidencia borracha» que arrastra una estrechez cognitiva que no se deja aleccionar por los consejos de la prudencia y el valor de una democracia –la chilena– basada en partidos e instituciones. De otro modo, el régimen político de la ciudadela de los Burgos trata de evitar la excesiva politización del tejido social y reivindica una república del centro-centro que se autoproclama inmune –exenta– a los ciclos políticos. En suma, entender la sociedad a partir de una sobredosis de consenso, lejos de proveer el horizonte necesario para una perspectiva democrática, termina poniendo a esta en peligro –esa debe ser la lección del año 2011–.

La ciudadela de los Burgos se compone de tecnologías ortopédicas, de medidas higiénicas, que nos aleccionan desde un Olimpo desdeñoso, pues detenta con sobriedad un vínculo naturalizado con la experiencia. Y en materia de efectos políticos, ¿qué pasa hacia la izquierda de la Nueva Mayoría? Demos por descontado al Partido Socialista. El ciudadano Burgos se basa en un prudente pragmatismo, a saber, frente a la restitución del «partido del orden», el «honor del PC» se agota en el «melodrama mediático», el «ritual escénico», la «queja simbólica» (¡chantaje empresarial! ¡obstrucción al programa! ¡chantaje de los poderosos! ¡autochantaje!).

Esta estridencia forma parte del duelo performativo ante sus bases desorientadas por una insatisfacción de demandas. Burgos entiende que los «sujetos del trauma» harán la queja justa y esperable desde la testimonialidad, pero el sollozo ideológico tiene un ‘lugar ganado’ y ‘acotado’ por los vejámenes padecidos. Después de eso, el partido de la hoz y el martillo seguirá siendo ideológicamente funcional al equilibrio institucional del bacheletismo. La disciplina política (coalicional) hecha perversión. Una vez que se ingresa a la «cultura del check in«, cuando se degustan sus olores y se acarician las bondades del Estado, las embajadas, los convenios, las dietas parlamentarias y los aeropuertos, es casi imposible buscar la «puerta de escape» hacia el mundo alternativo. Pero cabe advertir lo siguiente: una vez que se sabe previamente cuáles son las sabanas donde dormiré con mi verdugo neoliberal –so pena de pasar una noche incomoda– no es posible echar pie atrás cual pecado de juventud. ¡Fuimos engañados… nos llevaron al huerto neoliberal! Bárbara… Bárbara. Max Weber decía que quien entra en política ha sellado un pacto con el Diablo.

Por fin, Sísifo y la piedra hasta la cima de la montaña. Una izquierda melancólica no guarda relación –necesariamente– con la ausencia de un pasado épico, sino con la perdida de futuro. Lamentablemente, democratizar la Democracia es un desafío impracticable cuando buena parte del sentido común renueva ‘votos de castidad’ en el «Castillo de los Burgos».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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