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La vergüenza de negar Opinión

La vergüenza de negar

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¿Era inevitable? Lo único inevitable fue que, en esas circunstancias, Victor Jara escribió un poema.


Hago clases a estudiantes que nacieron en este siglo. No habían nacido para el golpe de 1973 del siglo pasado ni durante los 17 años de dictadura ni -salvo el de Pinochet- los nombres de los integrantes de la Junta Militar. Tampoco cuando -en 1992- Evelyn Matthei protagonizó el escándalo de espionaje que se conoció como el “piñeragate” o “kiotazo”. No saben y no pueden recordar porque no vivieron ese tiempo. No se les puede atribuir mala memoria o negacionismo. Sí una ignorancia comprensible de los detalles de una época que para ellos y ellas (mis estudiantes, mi nieta y mi nieto) son su prehistoria. 

En nuestras conversaciones y clases, quienes tenemos alrededor de 70 años o más, cometemos un error frecuente: omitimos mucha información que la damos por sabida; nos comunicamos, equivocadamente, con supuestos sobreentendidos que no se entienden, con lugares comunes que ya son lugares desconocidos para las nuevas generaciones. Acontecimientos y personajes que no tienen resonancia alguna para la juventud. Sin embargo, no siempre hay preguntas de interés genuino ni damos respuestas satisfactorias. 

Entre los beneficios de la ignorancia puede estar el no perpetuar nuestros traumas, broncas y dolores. Nuestros sectarismos. Tampoco los compromisos políticos ni formas de militancia del siglo pasado. Cada generación ve cómo vive y construye su propia historia. Sin embargo, cuando nacieron el mundo ya estaba. Con su historia de horrores y utopías, con los borradores de sus horizontes posibles, soñados o inalcanzables. Esa historia no vivida también les pertenece. Como los beneficios de la ignorancia son limitados, las personas jóvenes que no saben y no tienen por qué saber son abusadas (se aprovechan de su nobleza, como decía en el siglo pasado el Chapulín Colorado) cuando se les (des)informa con operaciones de negacionismo.

El negacionismo se hereda cuando se ha crecido escuchando y repitiendo una versión equivocada, que ha sido desmentida documentadamente. Entendemos el negacionismo como el intento de borrar de la memoria colectiva un acontecimiento histórico en el que se cometieron crímenes de lesa humanidad y de minimizar la responsabilidad de los perpetradores y cómplices pasivos. Un ejemplo patético de negacionismo, que ilustra bien esta definición, lo aportó recientemente Evelyn Matthei.

 Entrevistada en Radio Agricultura por el humorista Checho Hirane señaló que “probablemente al principio, en 1973 y 1974, era bien inevitable que hubiese muertos, porque estábamos en una guerra civil”, agregando: “pero ya en 1978 y en 1982, cuando siguen ocurriendo, ahí ya no, porque ya había control del territorio. Hubo gente que hizo mucho daño, loquitos que se hicieron cargo y que nadie los frenó a tiempo”. Todo ello demuestra un comportamiento contumaz; es decir, la persona continúa sosteniendo un error o una mentira, a pesar de que ya se le haya desmentido con pruebas su equivocación. La contumacia es una de las manifestaciones de la actitud negacionista, que desprecia el conocimiento, la evidencia y la argumentación.  

Hay antecedentes serios, consultables para las nuevas generaciones. Los informes de las comisiones Rettig y Valech dan cuenta de la existencia de violaciones a los derechos humanos, que hasta entonces eran negadas sistemáticamente por el Estado e ignoradas u omitidas por sectores allegados a la dictadura. Dichos informes instalaron lo que podemos llamar un mentís público, categórico, que contradice y desmiente los asertos del negacionismo que primó sin contrapeso comunicacional, constituyendo otra forma de violencia que se suma a los abusos que el negacionismo oculta. Sabemos que no hubo guerra civil, ni división de las FF.AA. ni ejércitos que se enfrentaran, pero quizás personas muy jóvenes podrían creer que si la hubo. Que en 1978 y en 1982, cuando siguen ocurriendo las muertes, ya había “control del territorio”, el mismo Pinochet afirmó que el golpe de Estado se completó en un plazo de 24 a 48 horas. No hubo guerra civil ni “territorios liberados”.  Después del 78 -año en que asume Fernando Matthei en la Junta- la “gente que hizo mucho daño” no eran unos “loquitos que se hicieron cargo y que nadie los frenó a tiempo”. Recordemos -o informemos a la gente más joven- que la violación sistemática de los derechos humanos fue sistemática y que la cometieron los órganos estatales ya existentes. Los loquitos que se hicieron cargo, los jefes, estaban en la Junta de Gobierno. El macabro caso de los degollados (Guerrero, Nattino y Parada, en 1985) les costó la salida de uno de los miembros de esa Junta. No eran loquitos sueltos. Se minimiza la responsabilidad de los perpetradores.

Respecto que era inevitable que hubiese muertos, ya es una opinión que está en el ámbito de la ética. Ella y sus partidarios deben responder la pregunta. Y tantas preguntas como víctimas. Pienso en Victor Jara. ¿Era inevitable su detención, escarnio, tortura, que lo sometieran a una “ruleta rusa”, que lo asesinaran con 44 balazos y lanzaran sus restos a un basural? ¿Era inevitable? Lo único inevitable fue que, en esas circunstancias, Victor Jara escribió un poema. 

Alguna vez Warnken, que lee y escribe poesía, antes de ser el líder de Amarillos que hoy apoya a Matthei, escribió: “¿Cómo alguien pudo matar de la manera que lo mataron al hombre cuyas manos sacaron milagrosamente poesía de una guitarra panfletaria, pero dulce y profunda a la vez?”. Buena pregunta y agreguemos ¿cómo es posible que alguien diga que ese crimen era bien inevitable?  ¿Cómo pueden apoyar aquello personas que, con otros colores, defendieron los derechos humanos? Sin cambiar la historia y sin traspasarle la vergüenza ajena a las y los jóvenes que a veces nos escuchan con curiosidad, digámosle la verdad que no tenían porqué conocer.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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