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Maquillaje concertacionista: las ficciones de una regresión Opinión Archivo Fortín Mapocho

Maquillaje concertacionista: las ficciones de una regresión

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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La elite concertacionista secuestró, administró e inoculó el discurso del miedo –bajo distintas coyunturas– y lo adaptó a su fragilidad para vender un relato biopolítico de la dominación por la vía de un «principio prudencial». En buenas cuentas, resultaba un buen recurso echar mano de una sociabilidad centrada en los miedos, más aún para templar los antagonismos, y finalmente domesticar aquel campo de «sujetos litigantes» que exigían espacios de democratización más genuinos que la Concertación, a poco andar, neutralizó invocando en más de una ocasión «raison d’état».


La transición fue un tiempo administrativo donde –por más de un decenio– padecimos los discursos del terreur acerca de las posibilidades reales de una «regresión autoritaria» (años 90). Aquí aludimos a la exacerbación de un «principio prudencial» que se agudizó tras la caída de la «rebelión popular» (1986) y la irrupción de una izquierda aliancista (Concertación de partidos por el NO, 1988). Ello obedece a una confluencia de factores, donde lo más decisivo fue el «marco judicativo» que mandataba a la transición chilena a la democracia.

Tanto conspicuos politólogos, sociólogos, analistas de izquierda, como asimismo ubicuos dirigentes de la Concertación, siempre nos atenazaron sobre la necesidad de exhibir un comportamiento prudencial  (purgar los pecados de juventud de un pasado Upeliento) para no transgredir la batería de acuerdos establecidos entre Sergio Cáceres y Edgardo Boeninger. Todo ello bajo la amenaza implícita de que la naciente democracia no resistía más de un temblor.

De este modo la clase política se sirvió de una «tecnología de los miedos» para domesticar la proliferación de un eventual «polo deliberativo», cuyos efectos podían despertar el dispositivo jurídico-militar del autoritarismo y generar un retroceso devastador que nos llevaría al despeñadero.

Este tremendismo surtió una fuerte mediatización conservadora y estuvo en boga durante toda la década de los 90 y atravesó ligeramente los años 2000. Ello era lo que Garretón tempranamente bautizó (y también debatió con Tomás Moulian) con el nombre de los temibles «enclaves autoritarios». Esto, merced al poderío factual de Pinochet y a un conjunto de cerrojos jurídicos que en el corto plazo eran imposibles de desarticular –dado el origen transaccional del proceso–. En suma, se estableció un consenso en el campo de la izquierda institucional y la del PC de Recabarren (izquierda extraparlamentaria en esos años, hoy aliada del mismo conglomerado que la declaró interdicta por dos decenios), basado en la desmedrada correlación de fuerzas  donde cualquier iniciativa política que se apartara del «tempo transicional» podía implicar el retorno de la «bota militar».

En ese sentido el PC, más que un proyecto de vocación hegemónica, quedó reducido a una «narrativa humanitaria» fundada en la necesidad de una crítica responsable, dado el conjunto de víctimas –sujetos del trauma que demandaban una ética reconstructiva– y todo lo que comprendió el mundo clandestino para asumir íntegramente una vida en sociedad.  Dado el drama de cientos de torturados, ello aumentó exponencialmente una mediatización conservadora referida a una tecnología de los miedos donde los consensos abundaron, aunque tales concesiones se hicieron a regañadientes.

La regresión autoritaria era una tesis expansiva que recusaba toda forma de articulación política, por cuanto el «retorno de lo político» estimularía no solo acciones como el «boinazo» o «ejercicio de enlaces» sino un temible ¡tanque en movimiento!

A tal punto llegó la inoculación de esta tesis, que más de una generación abrazó el argumento de la elite progresista, a saber, se debía pasar el «test de la pureza» que implicaba esperar al menos un decenio (y quizás más…) para recuperar la vitalidad democrática y las distintas formas de acción política, sin que ello estimulara una «regresión autoritaria».

A este respecto vaya una moción de orden. Después de la noche del 5 de octubre era prácticamente inviable una «regresión autoritaria» similar a un Golpe de Estado, es decir, un movimiento que agrupara al conjunto de las ramas de la defensa y que gozara de un apoyo cerrado de nuestra élite neoconservadora, que por esos años ya abrazaba el derrotero institucional –reclamaba su ancestral rectorado discursivo– como un ritual indispensable para su propia «purificación», y que de pivote permitía masificar el acceso a los goces de la globalización.

La noche del plebiscito fue la última oportunidad que el pinochetismo tuvo para realizar un movimiento de fuerzas que –más allá de los altos costos ante la comunidad internacional– habría derogado la institucionalidad edificada por el propio Jaime Guzmán. Tal acción de fuerza no contaba con un respaldo cerrado en los sectores neoconservadores que apoyaban al régimen, ni menos en la DC, consciente del costo de sus ambigüedades en los años 70. Así llegamos a la paradoja de que un tibio pinochetismo sin Pinochet se había incubado a fines de los años 80.

Lo que ocurrió después de esa noche fue la administración cada vez más racional y consciente de las emociones ciudadanas –verdadera administración de una iconografía castrense– por parte de un sector de la coalición del arcoíris, que veía en tal proceso no solo la desactivación de los antagonismos, sino una comunicación estratégica para instaurar un campo de reformas liberalizantes propias de una refundación neoliberal que se consumó en plena transición a la democracia y que no tiene precedentes respecto a las reformas administrativas implementadas a fines de los años 70.

Ciertamente esto no se puede imputar a una tesis velada o, bien, a un enfoque conspirativo. Después del agotamiento de la vía de «rebelión popular», la elite progresista empezó a leer con sutileza el cambio de época y los tanques pensantes de la transición, como Flacso, fueron fundamentales para capitalizar diversas coyunturas y proyectar escenarios. La producción de una comunicación estratégica centrada en los miedos operó a sabiendas de que los agudos malestares del pinochetismo sin Pinochet –de una innegable estridencia mediática– tenían posibilidades muy periféricas para implementar la bullada «regresión autoritaria».    

Ya era tarde para ficcionar regresiones, una parte de la elite había optado por la vía del tránsito pacífico y buscaba salvar su honra, purgar sus pecados y recuperar el mito republicano. La metáfora de la «manu militari» no tenía soporte constitucional, era técnicamente inviable, y tampoco hubiera encontrado una aceptación sustantiva, dado el New deal entre elite y capital financiero en los tiempos de la aldea global. Aquí no se trata de obrar desde el oportunismo que nos da el paso de los años, sino de consignar sucesos que transcurrían durante los primeros años de la transición.

No es una ficción sostener que lo más probable, respecto a una asonada militar, es que hubiera derivado en un proceso de polarización entre partidarios neoconservadores cercanos al «régimen derrotado», y una parte de nuestra elite por distintos «pudores republicanos», entre ellos, la necesidad refundacional de una economía globalizada, no se hubiera embarcado en una nueva aventura militar que le implicara cargar con el estigma de un sector acanallado ante la historia político-institucional del país y sancionado desde la comunidad internacional.

En suma, y esto no es parte de un litigio interpretativo, el quid del asunto era preservar el derrotero constitucional para tornar exportable y mítica la transición chilena a la democracia. Allí estaba el dispositivo generado por Jaime Guzmán (a prueba de desgarbos) que evitaba los desbandes de una sociedad civil insatisfecha, garantizaba la parsimonia de los autoproclamados demócratas y aportaba un «freno de mano» a los malestares del mundo castrense.  

¿Y qué nos dice el anecdotario? A modo de imágenes transicionales, tanto Andrés Allamand como Camilo Escalona han recordado –en más de una oportunidad– una conversación sostenida esa misma noche del 5 de octubre, donde el hombre de la «derecha liberal» (pinochetismo sin Pinochet) le daba garantías al político del PS de que su sector no apoyaría un amotinamiento militar que desconociera el derrotero jurídico-institucional ya impuesto. Incluso, existe un hito más decisorio.

En uno de los tantos momentos de incontinencia y ofuscación de Pinochet, este le expreso a Patricio Aylwin que su único jefe directo era el propio Presidente de la República y no así Patricio Rojas, por aquel entonces ministro de Defensa, quien no se aproximaba –a juicio del general– al grado de un Mariscal de Campo. Durante tal reunión, Aylwin, en su calidad de viejo político falangista, profesor de derecho administrativo y Presidente en ejercicio, inmediatamente le enrostró al general la Constitución elaborada en tiempos de Dictadura y visada por el propio Pinochet, para recordar categóricamente que ella decía literalmente: «Las Fuerzas Armadas y del orden responden al Ministerio de Defensa».

Un categórico Aylwin le replicó: «¡Según su Constitución, general, su jefe directo es Patricio Rojas y su jefe superior soy yo!» (sic). Fin del diálogo. El tema se daba por zanjado ahí, pues la fuerza del dispositivo constitucional era el mecanismo legitimador (vinculante y purificador transversalmente para la clase política) del propio mundo autoritario, so pena de pachotadas, enojos, malestares simbólicos y ejercicios de enlace. Y de, incluso, algo no menor: el desconocimiento del Informe Rettig. Y, qué duda cabe, una transición menos pacífica, con más densidad política –y sin esa impronta de un largo bostezo– habría generado un clima de mayores tensiones cívico-militares. Y ello, admitiendo en el extremo que la joven democracia (pactada) hubiera tenido que enfrentar escenarios parcialmente similares a los álgidos conflictos de Raúl Alfonsín con Aldo Rico y los «carapintadas».

Sin perjuicio de todo lo anterior, y admitiendo todas las afecciones ciudadanas que ello hubiera significado, aún así, la sumatoria de malestares, intimidaciones y amenazas veladas o explícitas estaba lejos de habilitar la posibilidad real de una regresión autoritaria que derogara la dantesca relojería constitucional cincelada por Guzmán. Ergo, en términos prácticos, un nuevo «alzamiento militar» que de facto deslegitimara el mitificado derrotero constitucional era inviable, por cuanto nuestra elite neoconservadora no estaba disponible para cualquier aventura extrainstitucional.  

No obstante, y por más de un decenio, los gobiernos de la Concertación sugerían  sibilinamente la idea de que la desmovilización (que dio paso a La oficina de Marcelo Schilling), acompañada de una actividad política comedida en las universidades, resultaba  fundamental para demostrar los atributos de estabilidad que tenía la gobernabilidad (normalización) durante ese decenio. No solo potenciaron tal inoculación sino que últimamente, digamos que por estos días, han traducido tal realismo en una épica que no deberíamos subestimar. Nuevamente, no se trata de incubar una tesis maquiavélica, bajo el Gobierno de Aylwin la coalición del arcoíris respondía a una casuística y los transitólogos en acto aún no daban el paso decisivo al mundo del management

A muy poco andar, los actores incidentales del progresismo chileno leyeron las tendencia de cambio y entendieron la dinámica del proceso, intensificando por omisión el quiebre entre política y sociedad (entre transformación y vida cotidiana), cuestión indispensable para sustentar el aluvión neoliberal.  

En ese sentido, la elite concertacionista secuestró, administró e inoculó el discurso del miedo –bajo distintas coyunturas– y lo adaptó a su fragilidad apostrófica para vender un relato biopolítico de la dominación por la vía de un «principio prudencial». En buenas cuentas, resultaba un buen recurso echar mano de una sociabilidad centrada en los miedos, más aún para templar los antagonismos y finalmente domesticar aquel campo de «sujetos litigantes» que exigían espacios de democratización más genuinos que la Concertación, a poco andar, neutralizó invocando en más de una ocasión «raison d’état».        

Por fin, existe un lugar común donde se suele afirmar eufemísticamente que la Concertación administró el modelo legado por las reformas implementadas por los «Chicago boys». El uso del término «administración» es conservador y conceptualmente huero para entender el proceso de desactivación deliberado que algunos agentes de la Concertación implementaron. Tal cual la masificación en educación superior comenzó en 1990, el año 1 del neoliberalismo en Chile migró por una línea simultanea durante el primer gobierno de la Concertación. La Coalición del arcoíris no solo se dedico a administrar neoliberalismo sino que se propuso también refundar  (instaurar, ejecutoriar) sus códigos y extender radicalmente sus axiomas. Tal proceso se asemeja más a una segunda fase fundacional.

El neoliberalismo avanzado de la Concertación fue posible –entre otros motivos– porque el sector renovado del PS admitió en distintas dimensiones las tesis de Von Hayek, a saber, el mercado es irreductible a la gestión estatal. Fue este torrente ideológico del progresismo aquello que explica la participación del mundo socialista en juntas directivas, mesas de accionistas, empresas y paneles de expertos (que se tradujo en las asesorías de Enrique Correa a Julio Ponce Lerou desde 1993).

Tal proceso expandió los temores de la regresión y, de paso, instaló los criterios de un «capitalismo gerencial» que simultáneamente nos hizo ingresar en la boutique de los bienes y servicios. Luego de eso, la historia es conocida en virtud de los mecanismos de flexibilidad laboral (mano de obra part time), la masificación del sistema crediticio y una agresiva expansión de los grupos medios masificados vinieron a domesticar los antagonismos.

Todo transcurría sin sobresaltos hasta que llegó el año 2011 y una generación de jóvenes inmunizados –epocalmente desfasados– que no padecieron ni habitaron los traumas del autoritarismo, vinieron a interpelar el legado Pinochetista, obviando la genética concertacionista (CAE) de las demandas en cuestión. Por fin, contra el oficialismo cultural, cada vez que recordemos el 5 de octubre –y sus ficciones– los rituales no pueden negar que los vítores corresponden a Jaime Guzmán, arquitecto mayor de nuestra democracia.   

Finalmente, después de 30 años de ficciones, despertar una mañana en estado de extrañamiento. Pensar un 5 de octubre, y buscar un aliento bajo el tropel de ritos y complicidades. Y pedir una explicación a un tiempo disoluto a modo de consuelo. Despertar y saberse engañado durante tres decenios y clamar por un verbo lumínico frente a esta lúgubre manía de vivir. No hay defensa posible. Todo pierde su nombre.  

¡Ya lo sé! El Banquero Anarquista: Fernando Pessoa.    

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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