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Diplomacia bajo ataque Opinión Yaron Lischinsky y Sarah Milgrim (BBC)

Diplomacia bajo ataque

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Referentes como Hannah Arendt y Martha Nussbaum han advertido sobre el deterioro ético de las sociedades que naturalizan el sufrimiento ajeno y teorías como el constructivismo nos recuerdan que las identidades, los intereses y las normas se construyen socialmente.


El asesinato de Yaron Lischinsky y Sarah Milgrim, jóvenes diplomáticos israelíes en Washington, constituye una dolorosa señal de alarma sobre la fragilidad del diálogo en un mundo crecientemente polarizado. La pareja, comprometida con la cooperación y el entendimiento, fue abatida tras participar en un evento sobre ayuda humanitaria. No se trató solo de una tragedia personal: se atentó contra el principio mismo de la diplomacia como espacio civilizado para el manejo de los conflictos.

Desde la perspectiva de las relaciones internacionales, este hecho desafía tanto al realismo que sostiene que el poder y la seguridad son los motores de la política global como al liberalismo institucionalista, que confía en las reglas, el derecho internacional y la cooperación multilateral.

¿Qué ocurre cuando los propios agentes de la diplomacia se convierten en blanco? ¿Qué sentido tiene hablar de instituciones o tratados cuando el espacio mismo del diálogo es vulnerado por la violencia?

Referentes como Hannah Arendt y Martha Nussbaum han advertido sobre el deterioro ético de las sociedades que naturalizan el sufrimiento ajeno y teorías como el constructivismo nos recuerdan que las identidades, los intereses y las normas se construyen socialmente; que el “enemigo” no es dado, sino fabricado. En este marco, la deshumanización del otro y la radicalización del discurso no son meros accidentes, sino factores estructurales que alimentan el ciclo de violencia.

Yaron y Sarah representaban una diplomacia humana, multilingüe, multicultural y profundamente comprometida con el entendimiento. Eran símbolos vivientes de aquello que hoy se tambalea: la posibilidad de convivir en la diferencia. Su asesinato interpela a la comunidad internacional sobre la urgencia de defender los derechos humanos sin instrumentalizarlos, de garantizar la inviolabilidad diplomática, y de rescatar el valor de la palabra frente a la lógica de la fuerza.

En tiempos donde la esperanza parece asediada, su pérdida no solo duele: obliga a pensar. Porque si la diplomacia cae, lo que queda es la ley del más fuerte. Y esa es una derrota colectiva.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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